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Clic: ¿se «da» o se «hace»?

Una de las acciones más comunes de nuestra cotidianidad en los medios digitales es el clic: ese pequeño “sonido seco y breve, generalmente metálico” (DPD, 2005: “clic”) que emiten los ratones (mouse). El sonido se convierte en acto y, con ese acto, viene su obligada enunciación. En este artículo se expondrá la manera correcta de enunciar el vocablo clic en construcciones gramaticales y cuál es su ortografía.

Qué es un clic
El clic es, en primer lugar, la representación de un sonido y, en segundo, la pulsación que da origen a ese sonido. El artefacto que se emplea para hacer el clic en tanto acto es el ratón o mouse, según lo recoge ya el DRAE, aunque existen dispositivos que permiten hacer pulsaciones mudas: desde las superficies táctiles de las computadores portátiles (trackpad) hasta los dispositivos móviles. La idea de un clic mudo no le importa a nadie: la pulsación en una interfaz informática seguirá denominándose así, aun cuando la memoria olvide el origen del vocablo.

La etimología
El vocablo proviene del inglés click, lengua en la que aparece alrededor de 1580. Otros vocablos semejantes son klikken, en holandés y frisio oriental, y clique en francés, con el significado de ‘sonido de un reloj’.

Desde luego, con su significado de pulsación, ingresa al español con la popularización de las computadoras.

Los primeros prototipos de ratón (mouse, en Latinoamérica) estuvieron listos en 1968, en la Universidad de Stanford, y el concepto fue perfeccionado durante la década siguiente, en los laboratorios de Xerox. La primera computadora de venta al público en incluir un ratón salió a la luz en 1981. Fue una curiosidad tecnológica de poco uso hasta 1984, con la Macintosh: la primera en tener un sistema operativo capaz de sacar amplia ventaja de este dispositivo.

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Cinco ratones distintos, marca Apple. Foto: Wikipedia.

Desde ahí, el ratón o mouse forma parte indispensable de la experiencia informática hasta fecha muy reciente, en que comparte su hegemonía con los dispositivos táctiles. Como curiosidad, Apple es la única en ofrecer una alternativa al ratón para las computadoras de escritorio: el trackpad o una superficie táctil independiente, inspirada en su éxito con este dispositivo en las computadoras portátiles.

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Trackpad, marca Apple. Foto: Wikipedia.

La enunciación

Uno de los temas que más llama la atención sobre el sustantivo clic es la dificultad de integrar esta palabra de origen inglés dentro de las expresiones en español. Quizás esto se deriva de su intangible condición de acto. De alguna manera, los hablantes se preguntan: ¿qué es un clic?, ¿un clic se hace o se da?, ¿cómo se verbaliza el clic?, ¿a qué se parece?

Como resultado de esta incertidumbre, conviven varias formas gramaticales de integrar el clic a la enunciación: solo una es avalada por la RAE y las otras son consideradas erróneas.

La RAE recomienda hacer clic y la prefiere sobre los verbos clicar y cliquear. Ambas formas son sintéticas pero malsonantes y extrañas. No me hace falta la recomendación de las Academias para no emplearla, lo admito.

Sin embargo, se ha popularizado la expresión dar click (nótese la ortografía). Puesto que el clic es un sonido o una acción, su combinación con el verbo “dar” también resulta extraña. No es del todo avalada por la RAE y con razón. Eso no ha hecho que se extienda menos, por el contrario, en algunos medios casi se convierte en la norma. Mi hipótesis personal es que los hablantes establecen un paralelismo con expresiones válidas, como “dar un toque” o “dar un golpe”. Al fin y al cabo, el clic es el resultado de una pulsación y, en la práctica, la presión necesaria para obtener el clic se obtiene con un pequeño golpe. Incluso es frecuente escuchar a una persona diciéndole a otra: “dele ahí, dele ahí”, para indicar el lugar en donde se debe pulsar.

Hasta que la expresión “dar clic” no sea recogida y avalada, es preferible emplear “hacer clic”. Y aún cuando lo sea, en lo personal, prefiero la última.

Ortotipografía

Esta palabra ha sido aceptada en español con la adaptación clic, sin k al final. Es una adaptación válida y, por lo tanto, cuando se escriba así, se utiliza en letra redonda, como cualquier otra palabra en español. La grafía click corresponde a la onomatopeya en inglés y siempre deberá escribirse con letra cursiva.

Alternativas

Se podría emplear el verbo pulsar para indicar la acción de hacer clic. Eso sí, no es necesario hacer combinaciones. Sería incorrecta la expresión “pulse clic”, no solo por disonante, sino también por redundante y sin sentido.

En síntesis

Como breve resumen, se puede emplear esta breve guía:

Correcto
Incorrecto o no deseable
Hacer clic Dar click
Clicar
Cliquear
Pulsar Pulsar clic

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La revisión fría tras el furor de la primera escritura

No sé cómo lo experimentan otros escritores, pero para mí, el acto de escritura es un viaje de adrenalina. Me emociono, me salgo de mí, puedo entrar en un frenesí y subirme hasta una nube de emoción y asombro ante las palabras que se suceden en la página en blanco. El instante mismo de finalizar el primer bosquejo de cualquier escrito es un momento de furor, un instante en donde el texto es un hijo bello y milagroso por la sola razón de existir.

Pero al igual que todos los recién nacidos, el padre o la madre del texto es incapaz de verle la piel morada y arrugada, los ojos cerrados, los movimientos torpes… “No hay novia fea ni muerto malo”, reza el dicho popular; tampoco hay texto malo, añadiría yo, cuando hablamos de una primera versión ante los ojos de su progenitor.

Por eso deben transcurrir las horas, los días, las semanas, los meses… Cuando el furor desaparezca y baje la adrenalina, solo entonces podrá el autor distanciarse de aquel hijo que se le antoja perfecto, sin errores, sin necesidad de pulimento.

Ya no lo verá como un recién nacido, frágil e intocable. Lo reconocerá como un adolescente en vías de desarrollo, lleno de palabrotas e impertinencias, con actitudes inmaduras y osadías surgidas de la ignorancia, con granos en la cara y dientes torcidos… Sí. Será necesario cortar, corregir, añadir, eliminar, cambiar de lugar, reformular, reestructurar, llenar vacíos, resolver problemas…

Durante las horas, días, semanas o meses transcurridos entre la primera escritura (también léase traducción, corrección, edición) la mente de uno ha tenido tiempo para seguir trabajando con las palabras, para encontrar soluciones nuevas, para captar una mejor manera de expresar con toda perfección aquella idea precisa que no se había podido enunciar así de bien la primera vez.

Sirve leer en voz alta; hablar con otros; contar lo que se ha escrito; dárselo a leer a amigos sinceros, lectores expertos y editores. Todo es válido en este proceso intermedio. Pero, sobre todo, el escritor ha de tener un profundo deseo de mejorar y la humilde aceptación de la necesidad de esa mejora.

Cuando el furor haya pasado, cuando la emoción se haya disipado, cuando solo quede la fría luz de la consciencia despierta y lista para reconocer al producto de su acción creativa tal y como es, solo entonces podrá iniciar la etapa de reescritura y perfeccionamiento de donde saldrá, tras mucha paciencia, el verdadero texto.

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¿Es posible editar para todos los hispanohablantes?

Una de las ventajas de la lengua, en tanto código internacional de comunicación e intercambio, es su capacidad para darnos acceso a cualquier texto, publicado en cualquier país. No obstante, aun cuando quisiéramos una sola lengua universal, idéntica y comprensible por todos sus hablantes, los giros y particularidades de una región la pueden volver críptica para los hablantes de otra.

Tomemos, como ejemplo, el español. Nací en Costa Rica, un país al que llegan, de alguna manera, influencias de muy diversas procedencias. Así, he leído libros editados en casi cualquier país de habla hispana: México, El Salvador, Colombia, Argentina, España… nunca me he sentido incapaz de leerlos, aunque ciertamente me daba algo de risa encontrarme un «Oye, tío» en alguna traducción española de una obra de Isaac Asimov. Aclaro: en Costa Rica, tío es y siempre será el hermano de mi madre, nadie más; el otro sería «mae», pero no es nada elegante para incluirlo en una traducción literaria, mucho menos de Asimov.

Así, la edición que traspasa fronteras se ve obligada a hacerse preguntas y tomar decisiones. El editor de obras técnicas tiene la responsabilidad de procurar textos que cumplan con ciertos requisitos básicos: comunicabilidad, ¿se tiene éxito en la comunicación texto-lector?; lecturabilidad, ¿se puede leer fluidamente, sin tropiezos en el camino?; naturalidad, ¿se siente cómodo el lector con el texto?; claridad, ¿el texto se entiende tal cual, sin equívocos? Aclaro que estos son requisitos propios de la edición técnica porque ahí donde un manual de uso o un texto didáctico requieren de una comunicación eficaz, transparente, clara, sencilla, directa y unívoca, la comunicación literaria puede aspirar a producir ambigüedad, pluralidad, multidireccionalidad, deliberada oscuridad y, sobre todo, múltiples posibilidades interpretativas.

Así, en teoría, todo parece muy sencillo y abstracto. El problema es cuando un texto invadido por vocablos y giros de la vida cotidiana quiere traspasar las fronteras de una latitud a otra. Tomo, como ejemplo, una obra enfocada en la incorporación de recursos tecnológicos en los procesos de enseñanza-aprendizaje. ¿Qué clase de dificultades léxicas podríamos encontrar ahí?, se puede preguntar el editor. Estas son solo algunas: España, ordenador / América, computadora (no computador, como tienden a pensar algunos); España, pizarrón / América, pizarra; España, plumón / América, marcador (Costa Rica, pilot); España, ordenador de sobremesa / América, computadora de escritorio… (profundizo en eso… a mí me dicen «ordenador de sobremesa» y me imagino «¿una computadora para usarla después de tomar café, en la mesa…?»).

De repente, una obra perfectamente escrita en español, o eso creemos, se vuelve Babel… y eso sin mencionar términos no tecnológicos, como enojo/enfado, que son exactamente lo mismo salvo que en América preferimos enojo y en España, aunque se entiendan las dos y el DRAE recomiende la primera, los españoles hablan siempre, en su vida cotidiana, de enfado (aclaro que no sé si esa es una afirmación universal, para toda la Península o solo para algunas regiones); o las diferencias que tenemos en el uso de ser y estar.

Así, la revisión de una obra escrita en una latitud para ser publicada en otra puede incluir un trabajo complejo de adaptación/traducción. La decisión de cuánto elijamos traducir dependerá, ciertamente, de los editores y el grado de compromiso que tengan con sus lectores. Un vocablo perfectamente normal en una región puede producir extrañeza, rechazo o hasta risa cuando aparece en un texto pensado para ser leído en otro lugar. Se puede convertir en una piedra de tropiezo, un estorbo en la lectura, un factor distractor que desconcentra y desconcierta al lector. Es ese factor clave el que subyace en las decisiones del editor, y no una simple gana de adaptar por adaptar, o de corregir por corregir.

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"Ya veo lo que dices"

La Página del Idioma Español (http://www.elcastellano.org/) reporta esta semana una noticia que nos podría parecer de ciencia ficcion. Estos increíbles japoneses lo han hecho de nuevo: han inventado unos anteojos o gafas que pueden hacer traducción simultánea de cualquier frase dicha en otra lengua y desplegarla en la forma de un subtítulo. Si bien me imagino las posibles incomodidades de hablar con un Tele Scouter (el nombre que por ahora tiene), y pienso en los increíbles conflictos que tendrá el cerebro tratando de averiguar a qué le pone atención (a las gafas, al suelo, a la calle si estuviera conduciendo), parece destacable el esfuerzo por inventar gadgets que reducen las distancias entre los pueblos.

Todavía está pendiente la invención de un auténtico traductor universal, al estilo de la propuesta futurista de la conocida franquicia de series de televisión Star Trek. Sin embargo, entre tanto, cada año nos vamos quedando con menos excusas para comprender a nuestros vecinos. Una vez que las barreras lingüísticas hayan sido eliminadas plenamente, solo nos quedará lidiar con lo más difícil: las personalidades, los sentimientos, los razonaminetos… las personas (derivado de la palabra griega para ‘máscara’) en sí mismas. En comparación, aun cuando el dichoso aparatito para tener subtítulos en los anteojos esté bastante lejos de nuestro presupuesto actual (costará la bagatela de cien mil euros), parecería todavía barato si, además de traducirnos las palabras que el lenguaje codifica fuera capaz de ponerle subtítulos a las sutilezas humanas que vienen detrás de cada expresión lingüística. ¿Será que los japoneses podrán inventar también subtítulos para los pensamientos y las ocultas intenciones?

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