“Esa palabra no está en el diccionario; por lo tanto, no existe”. Los especialistas en lengua escuchamos esta expresión a menudo.
El usuario común con frecuencia emplea el diccionario como la máxima fuente de autoridad para decidir cuáles vocablos “existen” o no en nuestra lengua. ¿Y por qué no? Al fin y al cabo todo diccionario tiene muchos paralelos con el libro que en nuestro imaginario colectivo es la representación arquetípica de la autoridad: la Biblia. Para un usuario común, el diccionario se muestra como una obra anónima (nadie sabe quién lo hizo en verdad, bien podría haber sido Dios), circula entre nosotros desde hace siglos, es tan voluminoso como una biblia y tiene el respaldo de un órgano supremo de autoridad que es la fuente de la ley (para la Biblia, Dios; para el diccionario, la Real Academia).
Pero la realidad de la lengua es otra: cientos de palabras ven la luz diariamente entre los más de cuatrocientos millones de hablantes de español alrededor del mundo. La vida, las tecnologías, las necesidades de comunicación… todo cambia. Las palabras también necesitan adaptarse a la vida; no pueden quedarse rezagadas en describir un mundo desaparecido hace siglos mientras hay personas vivas, aquí y ahora, tratando de hacerse entender entre ellas.
Para que una palabra vea la luz y permanezca en la lengua, debe reunir al menos tres condiciones no obligatorias ni exclusivas:
- Derivar naturalmente de las reglas de formación de palabras en su lengua. Los morfemas (esas pequeñas partículas que se adhieren a los núcleos semánticos de las palabras) son modificadores versátiles y utilísimos. Así, un sustantivo se toma en préstamo de otra lengua, como blog, y pronto los usuarios se ven en la necesidad de crear un verbo para describir la acción de publicar artículos en blogs: bloguear.
- Ser adoptada por un número significativo de hablantes. A veces es difícil rastrear quién fue el primero en usar una palabra. Quizás no fue una sola persona, sino muchas a la vez; porque las palabras se crean según una lógica coherente. Pero cuando el uso de un vocablo se ha extendido lo suficiente, adquiere identidad y se filtra en el hablar por derecho propio. Por “número significativo” no me refiero a un grupo de académicos en los corrillos de una pequeña universidad y todos sus desafortunados estudiantes, o a los integrantes de algún grupo suburbano. Me refiero a masas de hablantes, a una palabra empleada cientos de miles de veces sin cuestionamiento, a algo que deja de “sonar mal” y pasa a ser algo que “se dice así”.
- Tener difusión en el espacio y en el tiempo. Si las palabras no encuentran hablantes nuevos para seguir siendo enunciadas, su vida puede ser efímera, quizás hasta desaparezcan antes de ser registradas por un diccionario. Por eso, tantos escritores tienen éxito en inventar palabras: si sus obras se difunden (ya sean best sellers o long sellers), sus neologismos se difunden con ellas. Isaac Asimov contaba entre sus méritos haber acuñado el término robótica.
Solo cuando una palabra ha sobrevivido estas tres condiciones, la última especialmente, puede ser que se abra paso hasta la pluma de algún lexicógrafo (los especialistas en el estudio del léxico; es decir, de las palabras) e ingrese en la próxima edición de algún diccionario.
Por esa razón, cuando un científico de la lengua toma el diccionario para buscar una palabra, no dice “esta palabra no existe”, sino “esa palabra no ha sido registrada en este diccionario”.
Y es que no existe tal cosa como el Diccionario (con mayúscula, un diccionario total) en donde esté registrada la Lengua (también con mayúscula, como si fuese una entidad universal y divina). Nuestros diccionarios son la obra minuciosa de hombres y mujeres que pacientemente bucean en toda clase de fuentes orales y escritas en su cacería de palabras “nuevas”, todavía no registradas. Aunque las primeras versiones de un diccionario pueden ser hijas de una sola alma dedicada, como el célebre diccionario de María Moliner, con el tiempo pasan a formar parte de la herencia cultural y quedan bajo el cuidado de equipos de personas que cambian con los años y se suceden unas a otras.
Los diccionarios académicos –es decir, los diccionarios bajo el cuidado y la autoridad de una academia de la lengua– son los más conservadores de todos: el ingreso de palabras nuevas puede tomar décadas y la salida de palabras obsoletas toma siglos. De ahí que estas obras, aun cuando ostenten la máxima “autoridad” en el mundo de los diccionarios, son también las menos confiables para afirmar si una palabra “existe” o no en una lengua.
¿Qué hacer entonces si la palabra no aparece en el diccionario de la Real Academia? En mi caso, suelo hacer lo siguiente, en este orden:
- Consulto diccionarios de uso: Diccionario de María Moliner (Gredos), Diccionario de uso del español de América y España (Vox) y Diccionario de uso del español actual Clave (SM).
- Si la palabra no aparece, consulto los corpus de la lengua: grandes bases de datos que reúnen palabras en su contexto. Tienen el inconveniente de estar limitados a las posibilidades del equipo de investigadores que los mantienen y a la actualización de las fuentes que empleen. Hay tres muy útiles y en línea: el Corpus de Referencia del Español Actual (CREA), el Corpus Diacrónico del Español (CORDE), ambos de la Real Academia Española, y el Corpus del Español de Mark Davies.
- Si aún así no aparece, utilizo Google y empleo mi mejor criterio para interpretar la información estadística de este buscador. Hay que descartar la aparición de vocablos similares pero no idénticos, el uso del vocablo bajo acepciones distintas a la usada en el manuscrito y el uso del vocablo en contexto. No basta con decir “hay tantas apariciones” y dar esto como dato final.
- Y si aún así no aparece… hay que acudir a los métodos del investigador minucioso: buscar hablantes, entrevistar gente, tratar de averiguar qué significa y cómo se usa… La imaginación es el límite para el investigador insaciable.
Al final del día, el objetivo del corrector será determinar si esa palabra extraña y ajena a sus oídos –que ha emergido en el borrador de una obra con aspiraciones de publicación– realmente existe fuera del manuscrito y es, en efecto, una palabra viva, nueva, lista para darse su lugar en el mundo escrito. Solo pasadas las pruebas, se podrá afirmar con certeza cuáles palabras deberán corregirse sin misericordia: las que sí son deformaciones hijas de la ignorancia y de la pereza por averiguar cuál era la mejor manera de expresarse en la lengua de uno.