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La narrativa en obras académicas o didácticas

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Uno pensaría que el concepto de narrativa es más propio de la escritura de ficción. Sin embargo, cuando se le aplica a la escritura académica, puede haber grandes y favorables sorpresas en el resultado final.

Todo texto, literario o no, necesita de un hilo conductor que se vaya desenrollando para narrar su historia. En las obras académicas, en general, muchas veces se olvida atender esta fluidez textual.

En donde es más útil pensar en el texto como una historia es en la escritura didáctica, aquella diseñada para educar a partir de un plan de estudios estructurado y bien definido. Y si el material está pensado para emplearse de manera autodidacta y autodirigida —para programas de educación a distancia—, la necesidad de lograr un relato detrás de la exposición académica se vuelve imperativa.

Hay una premisa fundamental: lograr que la persona lectora comprenda, por sí misma, todos los contenidos, sin experimentar la necesidad de que alguien más se los explique.

La escritura académica con fines didácticos no debería limitarse a exponer: debe ser capaz de narrar sus contenidos. Por esa razón, paso a paso, el texto debe ir proporcionando todo lo que se necesita para comprender. El discurso debe incorporar la voz docente, la de quien acompaña al estudiante en su viaje de aprendizaje. Esa voz que le dice a uno “observe esto, póngale atención a aquello, no se preocupe tanto por esto porque usted ya lo aprendió en otra asignatura, refuerce su aprendizaje de esta manera…”.

¿Cómo se logra esta especie de narración académica?

Lo que comparto aquí no es ciencia, sino aprendizaje surgido de la experiencia. Estas son tres técnicas de edición, surgidas de mi quehacer cotidiano, para lograr textos que se puedan leer de un tirón, de manera fluida y agradable, como haciendo un viaje, a pesar de las muchísimas horas de escritura, edición y reescritura a la que se le sometió y de la que su lector nada sabrá. Y a pesar de que el lector espera, de entrada, un texto denso en contenidos y que deberá ir abordando poco a poco, en sucesivas sesiones de estudio.

Crear una conexión personal con quien está leyendo

El acto de lectura es, en nuestra cultura, un acto solitario. La persona que lee está en la intimidad de su casa, en un autobús, en un espacio público. Pero, con pocas excepciones, está sola. Es necesario crear zonas de diálogo directo con esa persona que nos lee. En esos puntos estratégicos de la obra, podemos tomarnos la libertad de hablarle de usted (o de tú, o de vos, según el estilo de habla de la zona en donde se publique la obra y su público). Así le hacemos saber que es usted y nadie más a quien tenemos en mente. Es preferible evitar expresiones como “el estudiante deberá comprender…” o “el lector encontrará de utilidad…” u otras maneras en las que se habla en tercera persona, de una figura abstracta que en nada se relaciona conmigo, yo que leo. Peor todavía, esas formas se expresan forzosamente con el género masculino. En cambio, yo, que leo, tengo el sexo que conozco y tengo todo el derecho del mundo a ser una mujer lectora, por ejemplo. Si le hablo de usted evito, de plano, el problema de si quien me lee es hombre o mujer. Esta persona empleará su propia subjetividad para completar el panorama y podemos pasar al siguiente párrafo sin escollos.

Tener cortesía

En esta relación personal, con usted que lee, hay que mantener las normas de cortesía: salude, comente, despídase. Esto se traduce en partes del texto, como introducción, desarrollo y conclusión, tanto de la obra como de cada una de sus partes principales (partes y capítulos). Esos son los lugares en donde el usted cabe sin problemas. Ya reservaremos el uso del impersonal para la exposición de contenidos académicos propiamente dicha.

Llenar los vacíos

Desde el inicio, hay que ir contando todo lo que la obra ofrece, el orden en que se encuentra, por dónde comienza y por qué, qué puede esperarse de ella y cómo podré sacar la mayor ventaja de los recursos que me ofrece. El libro es una zona de diálogo y de exploración. Debo recordar que quien abre la página por primera vez se encuentra en terreno ignoto y es mi deber narrativo irla llevando paso a paso por todo lo que necesite para internarse de lleno en el terreno del libro. De ahí que sea tan necesario incluir una introducción general para toda la obra y una sección introductoria en cada tema o capítulo.

En la escritura literaria, se vale y es hasta deseable crear el suspenso y guardarse información. En la escritura académica encontramos lo opuesto: siempre hay que ir dando el panorama de lo que viene, para que yo, al leer, pueda tomar la decisión de continuar o pasar a la siguiente sección. Es necesario que pueda verse el panorama completo desde antes de leer, para sacar el máximo provecho de la lectura posterior. Y una vez finalizada, hacer de nuevo un repaso o recordar cuáles serán los puntos clave imprescindibles para continuar con el aprendizaje.

Crear una transición fluida de un texto a otro

En todo momento que se escriba, conviene recordar que se viene de algún lugar y se va a otro. Así, de vez en cuando es necesario recordar lo que ya se vio (“ahora que usted ya conoce tal cosa”) con el fin de pasar a la siguiente (“vamos a profundizar en tal otra”).

Esto se debe trabajar con especial énfasis en las introducciones y conclusiones de los temas. Cuando pase de tema o capítulo, dígale a la persona lectora qué esperar de lo que viene, qué necesita llevarse de este capítulo y qué debe recordar por siempre, independientemente del siguiente capítulo.

Y al llegar al final del libro, por cortesía, diga adiós. Siempre es bueno tener un cierre, para poderse despedir de la obra que me motivó a leerla desde el principio y que, al final, obró su transformación en mí. Porque una obra didáctica que no transforme no es obra didáctica, ya que todo aprendizaje es una transformación.

Crear marcas para la relectura

La obra didáctica no solo se lee; también se estudia. Se lee una vez y luego se regresa, se subrayan fragmentos, se toman notas, se hacen fichas, se realizan esquemas y resúmenes y, si las tiene, se ejecutan actividades para afianzar el aprendizaje.

La narrativa debe ser capaz de llevarme de la mano tanto en mi primer recorrido, como en mi relectura. Por esa razón, los temas deben estar muy bien separados, los títulos y subtítulos han de ser muy claros, debe haber abundantes apartados y, si es posible, debe haber recursos adicionales al texto escrito, por ejemplo, de naturaleza gráfica. Así es posible que el estudiante recuerde algo no porque lo leyó, sino porque lo vio, en la forma de lista, de cuadro, de figura o de fotografía de apoyo.

Crear un ritmo de lectura

La extensión de las partes de la obra (temas o capítulos) ha de ser similar, para lograr un ritmo de lectura. Cada quien tiene su propia velocidad para leer, releer y estudiar. Pero también tiene una memoria interna: una vez que se ha leído el tema 1, en esa memoria se guarda el tiempo estimado de lectura, estudio y repaso, se proyecta el resto de lecturas del libro de texto con esa variable. Si un capítulo duplica al anterior en extensión, la experiencia —por comparación— se vuelve tediosa. Se tiene la sensación de que el tema es interminable y se pierde algo de la motivación ganada antes.

La regularidad —saber qué esperar en el texto— es también un factor que le ayuda a quien lee a experimentar tranquilidad y, desde la predictibilidad del comportamiento del texto, acostumbrarse a la información y buscarla, cuando le haga falta.

En síntesis

Cada obra y cada tema necesita de un hilo conductor para su exposición. Ese hilo se crea en la escritura y, aunque sea invisible, se reconoce en la lectura como una experiencia de fluidez en un relato intangible.

Estas son solo algunas técnicas para alcanzar esa fluidez, pero no son las únicas: escriba, experimente, lea, edite, reescriba y relea. Cuéntenos sus descubrimientos y cuáles técnicas ha utilizado con éxito para lograr la narrativa de su texto académico.

(Fotografía: cortesía de Pixabay.com)

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Escribir para quien lee: cómo lograr textos comprensibles

Soy su lector meta (o, para el caso, lectora). Estoy cansada. He trabajado todo el día. Al volver a casa, he lidiado con la cocina, la limpieza y la ropa sucia. He atendido a mi hijo (o hijos, no sabe usted cuántos tengo ni se lo diré). He conversado con mi pareja y he debido responder llamadas y visitas de mi familia. Mi vida está llena de actividades. Y aún así quiero estudiar (o leer, sin más). Son las diez de la noche (o las once o ya se inicia la madrugada). Por fin la casa duerme. Por fin el teléfono calla. Por fin el televisor se silencia. Me queda una hora de lucidez, quizás un poco más. Llegó el momento de abrir el libro y leer su texto.

Sí, su texto. Ese que dice usted haber escrito para mí. Ese que a usted le da tanto orgullo y al que le dedicó las mejores horas de su vida. Ese en el que ha vertido sus frases más excelsas, su investigación más profunda, sus reflexiones más certeras. Ese texto cargado de buenas intenciones y muchas palabras.

Los próximos quince minutos serán decisivos. ¿Qué cree usted que sucederá? ¿Me engancharé en la lectura, con frenesí y obsesión? ¿Pasaré del sopor y cansancio a un eufórico estado de alerta y voracidad lectora? ¿Desearé que la noche tenga mil y una horas más para leer otro párrafo, otra página, otro capítulo?

O…

Por el contrario, ¿caeré rendida sobre a la página, sin poder contener el sueño?

Quizás mi voluntad sea muy fuerte y no me duerma a la primera. Quizás interrumpa la lectura para prepararme un café o un chocolate. Quizás mueva las piernas de acá para allá. Quizás mire hacia la ventana o me distraiga con el sonido de un vehículo distante. Quizás sueñe con la cama caliente y quiera acompañar a quienes ya descansan, sin tener que soportar la tortura de este texto.

Sí. Tortura. De su texto.

Su texto es un medio. Para el caso, es el medio que me permitirá conectarme con su obra. Las ideas, imágenes, mundos, personajes, contenidos y conocimientos se entretejen en la obra, no en el texto. El texto es su evocación, su representación, su codificación, su paso de abstracción a sustancia: la palabra hecha carne (sonido, tinta y papel, para ser más exactos). La palabra y el texto son los instrumentos para que yo pueda recrear mi versión de la obra creada, visualizada, imaginada por usted.

Si ese medio tuvo éxito en su forma, ningún cansancio me detendrá: seré capaz de llegar hasta su obra (su mundo, su imagen, su historia), con mis virtudes y limitaciones, pero llegaré. Me puede faltar vocabulario, me puede no llamar la atención lo mismo que a usted, me puede sobrar alguna que otra reflexión, pero me sentiré inmersa en la obra que usted creó para mí. La crearé de nuevo junto a usted. En el acto de leer, reenunciaré su obra y será, durante ese acto, nuestra realidad compartida.

Pero digamos que usted, al escribir, sucumbió a la vieja trampa de la palabra no oral. Se preocupó por “escribir bonito” y confundió “bonito” y “elegante” con “entreverado y complejo”. Se dedicó a elegir palabras rimbombantes —y no se molestó en verificar su significado—. No se cuidó de las repeticiones innecesarias. Escribió oraciones larguísimas, complejas, macarrónicas y, peor aún, sintió un gran orgullo al escribirlas. Rellenó los párrafos de adverbios, muletillas y “por tantos” vacíos, así conectaran un argumento con el siguiente o tan solo un párrafo sin sentido con otro. Se sintió escritor (o escritora) gracias a esa abundancia florida de estructuras complejas que cree dominar. Alabó su ingenio y se imaginó que ni Cervantes ni Góngora podrían igualarle en su magistral técnica.

Lo que usted tal vez no sabe es que ese, su texto, es para mí algo similar a una enredadera devora-lectores. Lo sigo sin seguirlo. Leo varios párrafos solo para darme cuenta de que mi imaginación divagaba lejos, en los encuentros de la mañana o en el almuerzo de ayer. ¿Qué dijo? No sé. Me devuelvo. Ahora pienso en el fin de semana y si podré ir al cine, o a la piscina o a la playa. ¡Ah, la playa! No. Debo seguir leyendo. Tengo que intentarlo. ¿Qué dijo? Es que no entiendo. A ver, otra vez… Releo. Es inútil. No entiendo. O creo entender, pero, en mi cansancio, no me doy cuenta de cuán diferente es lo entendido de lo dicho. Debo ser yo el problema, ¿verdad? Usted, al fin y al cabo, sabe escribir y tiene una obra publicada. Yo no. Ha de ser que soy tonta, o ignorante, o estoy cansada. Sí, muy cansada. Muy cansada… Exhausta caigo y me despierto una hora después, aún en la mesa, con dolor de cuello. Me iré a dormir. No me queda más.

Ya veremos mañana si puedo leer. Si es que logro encontrar en mí la voluntad suficiente (porque ya vimos que el deseo no será) para retomar la lectura y terminar con heroico estoicismo.

Si estoy obligada a leer, terminaré a como pueda. Si no, tal vez me rehúse por unos días a deshacerme del libro, pero terminaré acomodándolo en la biblioteca o dejándolo por ahí, donde pueda perderse sin remedio.

Fin de la historia.

El texto —la palabra escrita— es en sí mismo un medio. El principal objetivo de quienes lo editan es impedir que este medio sea un estorbo entre quien lee y los contenidos a los cuales intenta llegar a través del texto.

La lecturabilidad de un texto es prioritaria en algunos tipos de publicaciones; entre ellas, en las obras escritas para enseñar o divulgar conocimiento. Cuanto más amplio sea el público que se desea alcanzar, mayores deben ser los cuidados para lograr textos claros, sencillos y comprensibles; es decir, lecturables.

Estas son algunas de las acciones clave que usted puede aplicar para mejorar la lecturabilidad de su texto, siempre con miras a su mejor comprensión por parte de quien lo lee.

  1. Prefiera los párrafos cortos, con unidad de sentido; de manera que las ideas se puedan separar bien entre ellas y ser analizadas de forma independiente durante la lectura.
  2. Escriba títulos y subtítulos adecuados para romper largos bloques de texto. Esto proporcionará anclajes mnemotécnicos para recuperar la información con mayor facilidad.
  3. Separe las las ideas por grupos manejables: agrúpelas por cercanía, pero sepárelas lo suficiente para poderlas procesar, enumerar y relacionar sin confundirlas. Ordénelas de una manera lógica y en una secuencia comprensible y natural.
  4. Construya sus párrafos con una puntuación clara y rítmica (sin incurrir en la comunicación telegráfica). Huya del exceso de oraciones subordinadas y de esos párrafos que se extienden por renglones y renglones sin encontrar un solo punto en su camino.
  5. Considere la memoria de trabajo del lector: para reconstruir el sentido de una oración, la mente debe retener los diversos fragmentos del enunciado durante un cierto tiempo, hasta poder completar la imagen o idea. La llamada “memoria de trabajo” (una memoria inmediata, para manejar información del momento) se encarga de este proceso. Puede retener unos siete bloques a la vez. Si su oración es muy compleja, tiene idea tras idea, subordinación tras subordinación y, de paso, anida ideas entre ellas, la memoria de trabajo se ve obligada a soltar fragmentos (los más viejos se sueltan antes). Reconstruir el sentido completo de la oración-párrafo-texto puede resultar imposible o se hace con un esfuerzo monumental.
  6. Si es una obra didáctica o de divulgación, desglose la información de manera visual para mejorar su memorización (listas, viñetas, cuadros, etc.).
  7. Emplee vocablos contemporáneos, conocidos y cercanos a la experiencia vital de quien leerá. Y si elige tecnicismos o palabras complejas, desconocidas y muy elegantes, asegúrese de proporcionar su significado o que este pueda deducirse del contexto, empléelas bien (verifique su significado) y úselas varias veces (mínimo cinco) para favorecer su adquisición.
  8. Elimine repeticiones, redundancias, vocablos de uso frecuente, muletillas, latiguillos, exceso de adverbios y calificativos bonitos, pero vacíos de sentido.
  9. Absténgase de reflexiones vacías que no hacen aportes reales a la argumentación ni producen pensamiento nuevo.

Y, sobretodo, deje su ego atrás y desapéguese de su texto, de su estilo y de su supuesta genialidad.

Es fácil caer en la tentación de no querer “tocar” el texto para “respetarlo” y dejarlo tal cual. “Me costó tanto escribirlo, ¿cómo voy a borrarlo?”; “Es mi estilo, si me corrige, ya no soy yo”; “Usted no entiende, yo sí entiendo; no necesita corrección”.

Su ego me sale caro a mí, como lectora. Me obliga a perder mi valioso tiempo en muchas oraciones, palabras y frases que pudieron haberse eliminado sin pena ni gloria. “Su estilo”, ese que usted tal vez defendió con vehemencia cuando alguien se lo intentó corregir, se convierte en mi cruz y me obliga a desear no haber gastado un centavo en su libro.

Respéteme como lectora y hágase un favor: no tenga miedo de tachar, reordenar, dividir, unir, sintetizar, resumir, ampliar, explicar, reexplicar… En una palabra: reescribir.

Su primera versión del texto puede haber sido el resultado de un gran esfuerzo, pero salvo que sea usted Cervantes (y que tenga el editor que este tuvo), su texto necesita mucho trabajo antes de que pueda llegar a mis manos con la transparencia suficiente para poder recrear su obra sin inconvenientes.

En síntesis, no le permita a su texto interponerse entre su obra y yo.

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Foto: Pixabay.com

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Salud y escritura

En mi experiencia personal, no basta con hacer un horario, tener una disciplina diaria y sentarse frente a nuestros instrumentos de escritura para obligar a la inspiración a hacerse presente. También es indispensable una claridad mental sintonizada, en primer lugar, con el acto creativo de escribir y, en segundo, con el texto en proceso de elaboración.

Por “claridad mental” no me refiero aquí al estado normal bajo el que tomamos decisiones cotidianas como preparar el desayuno o ir al supermercado. Se necesita un cierto estado cognitivo en donde puedan crearse relaciones nuevas, traer a la consciencia palabras olvidadas, recrear situaciones, sintonizarse con personajes, evocar conocimientos, hacer investigación, sintetizar, expandir, explorar, disertar, discurrir… Hay gran cantidad de procesos creativos que intervienen en el acto de escritura y demandan un alto grado de lucidez; verdadera lucidez, no solo un estado de semiconsciencia despierta y activa.

Los síntomas de la falta de lucidez y concentración no siempre son tan evidentes como la fiebre, tos y retortijones estomacales. A veces se nota en actos sencillos, como retornar al Facebook o al Twitter una y otra vez, distraerse con facilidad, intentar escribir sin que ninguna palabra se asome, incapacidad para sintonizarse con las ideas desarrolladas en la última sesión de escritura, cabecear frente al teclado o el cuaderno…

Cuando estos signos se aparecen, es el momento de hacer un alto, observarse y correr un diagnóstico de la situación.

Un cuerpo al borde del sueño, con dolor de espalda, con lesiones graves o enfermedades de cualquier índole hace muy difícil la tarea de concentrarse a cualquier otro nivel. La fiebre y el dolor de cabeza impiden la concentración y la actividad mental, más todavía cuando se convierten en migrañas de horas de duración. Tales situaciones no se discuten: ¡a descansar, tomarse sus medicinas y recuperarse!

A veces el agotamiento no es muscular, sino el resultado de situaciones extenuantes a nivel emocional: problemas en el trabajo o con la familia, nuestras cuitas personales, la vida… Incluso situaciones de gran alegría y júbilo pueden robarse toda la energía creativa, como las primeras etapas de una nueva relación amorosa. El enamoramiento va acompañado de un paquete hormonal bastante difícil de combatir. Las horas libres que se podrían dedicar a la escritura suelen escurrirse en llamadas telefónicas, ensoñaciones amorosas, preparativos para la cita perfecta, conversaciones con las amigas o con los amigos (muy distintas entre sí, según sea el caso). Quizás sea imposible sintonizarse con el texto en proceso, pero tal vez se puede desahogar en un diario personal y, quizás, en el futuro, aprovechar esas impresiones frescas y genuinas para algún proyecto creativo. En tales casos, la escritura es una excelente herramienta de psicoanálisis y desahogo llano, aun cuando no se pueda encauzar por el rumbo deseado.

Otro estado alterado del equilibrio usual es, para las mujeres, el embarazo. Con un paquete hormonal poderosísimo —más fuerte todavía que el del enamoramiento—, se pasa del júbilo extremo e incontenible, en unos casos, o del estado de shock y la depresión, en otros, al cansancio absoluto, aparte de muy diversas transformaciones fisiológicas que pueden incluir, en algunos casos, enfermedades graves o de cuidado. Algunas mujeres describen un estado de adormecimiento mental que solo finaliza con el parto. No se me malentienda, no quiere decir que las mujeres embarazadas tienen algún tipo de discapacidad mental o algo similar (no demos pie a prejuicios innecesarios); pero la cantidad de horas de sueño aumenta —para atender las necesidades de formación de un nuevo ser humano—, las horas de lucidez y claridad se reducen y ese estado fisiológico de constante dormir se puede traer abajo las mejores intenciones de escritura. Esto sin mencionar la cantidad de energía y esfuerzos que forzosamente se dirigen a la llegada del bebé. Tales situaciones son extraordinarias y ocurren muy poco en la vida. Es mejor disfrutarlas y postergar la escritura un tiempo, en lugar de forzarla.

El agotamiento mental, aun cuando no esté ligado a ninguna enfermedad o estado alterado del organismo, es quizás el mayor enemigo de la rutina de escritura. Para una buena mayoría de las personas, los artificios de la palabra son una actividad marginal, realizada antes o después de la jornada laboral y de la vida familiar. Esas otras “vidas” son muy demandantes: obligan a tomar decisiones, realizar labores de muy diversa índole, enfrentar problemas de todas clases y, sobre todo, encauzar la energía mental según lo solicite el empleador. Al fin y al cabo, debemos alimentarnos y es difícil hacerlo si no se tiene un trabajo remunerado.

¿Cómo superar estas dificultades?

Un buen plan de escritura ha de contemplar siempre los contratiempos derivados de estados mentales adormecidos, alterados, aturdidos o sintonizados con otras necesidades diarias. Esto incluye una buena alimentación, ejercicio físico, respetar las horas de sueño y, en general, invertir en sostener una salud equilibrada. El esparcimiento también tiene una función: ayuda a combatir el agotamiento del sistema nervioso y sus síntomas, como la irritabilidad y dificultades para alcanzar un estado óptimo de concentración. Lejos de ser un desperdicio, esos tiempos de natación o de risas entre amigos pueden hacer más por una rutina de escritura que sentarse religiosamente a escribir y ver desvanecerse las horas sin resultado alguno.

Sin embargo, cuando entramos de lleno a un estado imposible de combatir, como una enfermedad grave, un enamoramiento brutal o un embarazo, a veces solo queda aceptar la realidad: ese no es el momento para garabatear más que algunas líneas y notas, en el mejor de los casos. En esa situación, más vale vivir la experiencia y recordarla muy bien. ¿Quién sabe? Quizás se convierta en objeto de un texto, una vez superada. Las muchas horas en un hospital, los ratos de delirio, las fiebres, las jaquecas, los partos, los amores imposibles… Todo está lleno de oportunidades, personajes y temas interesantes y, en esos casos, vivir y fijar en la memoria el momento puede ser el acto de escritura más provechoso y, a la larga, el más rentable. Porque no siempre el acto creativo de “escribir” consiste en trazar caracteres sobre la hoja en blanco. Soñar, filosofar y vivir también son actos creativos indispensables para las artes y oficios de la palabra.

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Los títulos no llevan punto

Un error frecuente en toda clase de documentos es el uso de punto final en los títulos de un escrito. Por título no solo me refiero al nombre de una publicación o artículo, también a esas oraciones o sintagmas que encabezan apartados y subapartados dentro de un capítulo u obra.

Los títulos y subtítulos a menudo se distinguen del texto principal por sus atributos tipográficos: letras de mayor tamaño (cuerpo), de estilo diverso (cursiva, negrita, versal, versalita) y, en algunos casos, de otra familia tipográfica.

En las obras académicas, los títulos cumplen una función indispensable: organizan la información, crean anclas de lectura, ayudan a seguir la lógica del discurso, sirven como guía en el proceso interpretativo (el esfuerzo cognitivo consciente por apropiarse del texto) y son un excelente instrumento para regresar al texto en la relectura. Los títulos sirven a un propósito antes, durante y después de leer. Y si el propósito del libro es enseñar, también tienen una función durante las etapas de repasar, aprender y comprobar lo aprendido.

Para contribuir a tener libros ordenados y títulos uniformes, también es necesario considerar algunas reglas ortotipográficas:

  1. Todos los titulares se escriben con letras altas y bajas. Es decir, se usan únicamente las mayúsculas que nuestra lengua admite según sus reglas ortográficas, como los nombres propios, pero no se emplean otras mayúsculas. Es incorrecto escribir todas las palabras del título con mayúscula inicial.
  2. Ningún titular lleva punto final. En mi opinión, es un error a veces generado por la ultracorrección: creemos que el título es una oración completa, pero en realidad no lo es. El punto final lo afea, lo vuelve pesado y lo distancia del texto que caracteriza.
  3. Si el título los necesita, sí se emplearán otros signos ortográficos, como la coma y los signos de admiración e interrogación. La única excepción a esta regla la hacen las oraciones interrogativas que parecen una pregunta pero en realidad no lo son: su función es la de describir el texto que les sigue, no de interpelar directamente a quien lee. En tal caso, se podrá prescindir de los signos de interrogación.

Si los títulos forman parte de su escritura (ya sea una tesis, una publicación académica o un ensayo), recuerde estas sencillas reglas. Así, cuando remita su trabajo a la editorial o a su equipo de revisión, le agradecerán un texto más limpio y con una apariencia más profesional. Además de cumplir con las normas y ahorrar tiempo y recursos durante el proceso de edición, usted estará emitiendo otro mensaje más sutil: que conoce su oficio.

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El poder del planeamiento

La escritura sin plazos, sujeta al susurro de las musas, dependiente del estado de ánimo y del talento crudo solamente existe en las obras inacabadas de los escritores novatos y en los románticos estereotipos sobre la poesía. Quienes ejercen la escritura como una labor remunerada tienen una fecha de entrega y no pueden desperdiciar sus recursos en una inspiración a la deriva que cambie con el viento. Tampoco sus editores. Se necesita un plan. Un plan que no solo incluya los contenidos del texto, sino que sirva como guía durante el proceso de redacción, revisión, seguimiento, aprobación y publicación.

El plan de la obra, ya sea para una novela, una obra de divulgación científica o una tesis, es muy similar a jugar con un lego antes de poner los cimientos de una construcción: da la oportunidad de imaginar con lujo de detalles cómo será el resultado final, aun cuando en el camino se hagan modificaciones y surjan nuevas e irresistibles ideas.

El planeamiento es un tiempo de mariposeo, búsqueda, acumulación. Se juega con las posibilidades porque todavía no se han tomado las decisiones. Los personajes son libres de hacer casi cualquier cosa; no tienen carácter, historia personal, penurias, retos ni metas. Los mundos apenas están tomando forma. No hay mapas, no hay obligaciones, no hay reglas… Se están creando las reglas. Son las aguas del Génesis: el huevo cósmico apenas comienza a dividirse y el Verbo divino susurra los primeros sonidos de su palabra creadora.

Diseñar un plan de obra no es una tarea fácil. Requiere capacidad de proyección, práctica y dominio del oficio. Cuanto más tangible y detallado sea el plan, más se facilitará el proceso siguiente. Esas propuestas de obra de media página, con escuetos títulos sin descripción alguna, distan mucho de ser un verdadero plan de trabajo. Siguen siendo una idea abierta, tentativa, informe que puede tomar cualquier dirección durante su realización.

El verdadero plan de obra es una preescritura esquemática. Hay que proyectar la obra completa. Si es narrativa ficcional, se imaginan con lujo de detalle todos los acontecimientos, los personajes, quién hace qué y cuándo, dónde están los puntos de giro, cuáles serán las decisiones trascendentales, el momento del clímax… Si en el capítulo 15 del plan tuvo una mejor idea que obliga a cambiar todo desde el capítulo 1, nada pasa: devuélvase, modifíquela y siga adelante. ¿Se imagina hacer eso cuando ya lleva 40 000 palabras escritas de la obra, casi llegando al final?

Si se trata de una obra académica, el plan puede ser todavía más detallado: apartados, subapartados, ejemplos, citas de autoridades, exposición de las pruebas, plan para la recolección de datos y su exposición, recursos adicionales, fotografías o esquemas por dibujar, las micropartes del texto… En la obra académica intervienen muchos lectores: directores de tesis, especialistas de contenido, evaluadores, coautores, colaboradores; todos deben poderse imaginar la obra desde el esqueleto para hacer recomendaciones útiles.

La extensión del plan varía, pero puede llegar a tener una extensión de unas diez mil palabras (25 a 30 páginas). Eso dependerá de usted, su capacidad de previsión, cuán madura tenga la idea y, desde luego, el tamaño de obra que proyecta escribir. El plan de un ensayo de 15 páginas es distinto al de una novela que deba tener unas 50 000 palabras o una tesis que, según el grado, varía entre las 150 y las 250 páginas (si es de 500, ya es una tesis doctoral). Y no se engañe: el plan no le va a tomar una tarde. Los estudiantes de tesis que siguen dando tumbos, sin definir su idea difusa de proyecto, a veces no tienen idea de que están todavía en esa fase de planeamiento… aunque hayan pasado años. Y escribir una novela, si se hace bien, puede requerir tanta o más investigación que una tesis.

Cuando el acto de escritura propiamente dicho ha comenzado, no hay más tiempo para perderlo en Google, viajes o bibliotecas. La escritura debe ocurrir sin dilaciones: se acabó el tiempo de soñar. Todo lo que necesite para escribir deberá estar a mano en su mesa de trabajo para ese momento glorioso en que la obra deja de ser idea y se convierte en frenesí de palabras que brotan sin cesar.¿Que hoy no sabe sobre qué escribir? Lea su plan, elija el tema con el que mejor vibre hoy, revise sus notas, relea sus archivos y ¡mándese! ¡Escriba! Malas o buenas, es mejor apegarse a las decisiones previas. Ya vendrá después la reescritura. Para reescribir primero hay que escribir.

Si usted quiere abandonarse a la deriva de la inspiración del momento, por mera satisfacción, sin ansias de publicar, sin una fecha de entrega, sin un producto en la mira… quizás planificar no sea para usted o para esa obra en particular. En cambio, si tiene un proyecto tangible, y quiere –o debe– terminarlo en un plazo definido, no hay excusas para saltarse este paso. Pero no me crea a mí: experiméntelo. Hágalo cuando menos como ejercicio para refinar el oficio y luego cuéntenos sus resultados.

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