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Cambiar el paradigma: la escritura no es una actividad de “tiempo libre”

En dos artículos anteriores cubrimos el fracaso de la escritura relegada a los fines de semana y la necesidad de escribir diariamente. La gran pregunta se abre ahora: ¿por dónde comienzo a modificar mi rutina cotidiana?

Este es el momento en que aparecen todas las excusas: “es que trabajo todos los días”, “las clases no me dejan tiempo”, “tengo mucho cansancio…”, “hoy tengo que ir al supermercado, mejor lo dejo para mañana…” y nos dedicamos a un sinfín de actividades en apariencia prioritarias, siempre por encima de nuestra escritura que, como no parece urgente, como tiene plazos tan lejanos, a menudo demos para después. Al fin y al cabo, pensamos, tenemos un año de tiempo. ¿No es verdad?

Falso.

Fuimos educados para entender los libros como un objeto de ocio. No es de extrañar que veamos la escritura como una actividad también ociosa, supuestamente relegada a las horas “libres” del día.

Otro error frecuente es pensar que escribir un libro es tan fácil como leerlo. Somos capaces de devorar un libro en un fin de semana. ¿Acaso guardamos la ilusión de que podríamos escribir un libro de esa calidad también en un fin de semana?

Otro mito.

Si tenemos un año, cada minuto cuenta. Un libro no se escribe en un día ni en un mes; y en un año, solo si le dedicamos cada minuto disponible.

Por lo tanto, si estoy a un año de mi plazo de entrega (ya sea una tesis, una obra por encargo o la novela de mi vida), más me vale hoy mismo definir mis prioridades, fijar mis tareas y comenzar, una página a la vez, una acción a la vez.

Antes de entrar de lleno a modificar la rutina cotidiana, es necesario romper el paradigma de que la escritura es una actividad que se hace por puro placer, para sentirse bien y pasar un buen rato durante el día. Todo esto es válido: gozo cada momento de mis esfuerzos por componer con palabras; pero la escritura es un trabajo. Y como tal debemos tratarla, con el mismo respeto e inquebrantable disciplina con la que nos dirigimos diariamente a cumplir nuestros deberes laborales o estudiantiles.

La inspiración existe, sin duda alguna, pero, como han dicho mejores escritores que yo, ojalá nos encuentre trabajando. En el próximo artículo cubriremos algunas recomendaciones prácticas para modificar el horario cotidiano.

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La labor editorial: una oportunidad de servicio

La etimología latina de la palabra edición es edere, ‘dar a luz’, ‘parir’. Quien edita está constantemente «pariendo», «dando a luz», aportando de su misma sustancia a la formación del texto por publicar. (¿O acaso hay dos tipos de editores: el editor-partera y el editor-madre? La edición tradicional, ciertamente, se haya más del lado de la partera; los editores fungen de comadronas porque la criaturita les llega ya formada. Pero, ¿y los otros?, quienes toman un texto desde antes de que exista, desde antes de que se haya contratado a quien deberá crearlo?).

Estoy evitando aquí, conscientemente, el uso de la palabra «trabajo» porque deriva de un instrumento de tortura medieval: el tripalium. En cambio, propongo la palabra labor, ligada a la muy antigua tarea de labrar la tierra, sembrar la semilla. El quehacer editorial es, así, una labor (siembra) de darle forma y sustancia al texto (gestación-parto), una forma física para que pueda ser tocado, acariciado, visto por otros, por el otro. Y es precisamente ese otro el que el editor no puede nunca dejar de considerar: todos nuestros esfuerzos tienen como fin último eliminar todo cuanto pueda ser un estorbo en la lectura y, para ello, es necesario imaginarlo, soñarlo, conocerlo, prever sus necesidades, deseos e inquietudes.

¿Y cuál es la función del editor si el otro es, además, un estudiante, una persona que se acerca a un texto porque quiere/debe/necesita aprender y, más aún, autoaprender?

En estos casos, la responsabilidad es todavía mayor. El error de un libro no se repite una, sino muchas veces, como bien denunciaban los monjes medievales cuando, nostálgicos desde su scriptorium, se rehusaban a aceptar la innovación de la imprenta. «¿Cómo conoceremos ahora la verdad?», preguntaban «¿ahora que ya no podremos comparar las diferencias entre los manuscritos para saber cuál es la verdad? Ahora el error se repetirá no una sino muchas veces; enmendarlo será imposible».

El error que un editor dedicado a la producción de libros de texto, en cualquiera de su niveles (escolar, enseñanza diversificada o universitario), tiene repercusiones tangibles: se está jugando el aprendizaje del otro, su desempeño, su nota, sus sueños. Está poniendo en riesgo los muchos esfuerzos y sacrificios que un individuo realiza para poder estudiar y que un Estado sostiene con la visión de que el gasto público en educación es la mejor inversión en el futuro del país.

Por eso, quienes laboran en la edición de obras académicas tienen al mismo tiempo una gran responsabilidad y una gran oportunidad: la responsabilidad de poner su empeño en lograr la mejor obra posible para sus estudiantes; la oportunidad de aportar una semilla en la formación de la próxima generación de ciudadanos y líderes del país.

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La edición: una labor de equipo

La figura clásica del editor es la de alguien al teléfono, coordinando procesos, concertando esfuerzos, mediando entre las partes y, por supuesto, con una gran mesa rodeada de libros, obras de referencia y lapiceros rojos.

La labor editorial no es solitaria; por el contrario, es la confluencia de muchos actores lo que la hace posible. En la edición literaria, el escritor se encuentra más o menos al inicio de la cadena. En la edición técnica y, dentro de esta, en la académica con fines didácticos, el proceso se inicia varios años antes de llegar a la mesa de producción, en el seno de una escuela o programa académico, en un ministerio o una dependencia curricular. El planeamiento de unos contenidos, de una metodología, de unos enfoques es el primer paso para el esqueleto de lo que luego llegará a ser una obra didáctica.

Pasa por muchas manos hasta que por fin llega a la mesa editorial, en donde la escritura y la revisión son procesos casi simultáneos, paralelos y continuos; conjuntamente se va formando la obra con un respeto por el diseño curricular al que debe responder y con la asesoría de diversos participantes, incluidos los especialistas de contenidos, los asesores lingüísticos, los artistas gráficos y, en el moderno mundo de muchos medios, los colaboradores de cualquier producto multimedial, electrónico o audiovisual que pueda estar ligado a la obra didáctica.

¿Cuáles son los retos de una labor en donde tantos brazos deben participar? En casos así, es necesario primero «hacer equipo» (más allá que «grupo») y después laborar conjuntamente. Y cada equipo, una vez conformado, ha de recordar siempre a quién sirve y para qué existe. Si se editan obras académicas didácticas, su labor está al servicio de la institución y, a través de esta, de sus estudiantes. Por lo tanto, lo que tenemos a nuestro cargo no es un «feudo» de nuestra propiedad personal, sino que conformamos una célula al servicio de un propósito más elevado. Que el editor y su equipo no olviden nunca para quien laboran: porque no es para sí mismos.

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La edición académica con fines didácticos

La edición de obras académicas con fines didácticos, o como la vamos a llamar aquí, la edición académica didáctica, pertenece al campo de lo que en la terminología editorial norteamericana (ya adoptada por la industria editorial argentina) se conoce como edición técnica. A grandes rasgos, la edición técnica es todo proceso editorial cuya finalidad sea la publicación de una obra no literaria (Schriver, 1997; Piccolini, 2002: 119). En la edición técnica se incluye una gran variedad de productos escritos, tales como manuales de uso, formularios y documentación oficial, recetarios de cocina y, lo que es de nuestro interés aquí, los libros de texto u obras de carácter didáctico.

De acuerdo con esta definición, la edición académica a secas también entra en el campo de la edición técnica. También aquí conviene hacer una delimitación conceptual. La escritura académica propiamente dicha es aquella inscrita en el campo de un entorno académico. Carolina Figueras y Marisa Santiago, en su ejemplificación de distintas modalidades de escritura académica, distinguen al menos cuatro: libro de texto, artículo especializado, examen y artículo de investigación (2000: 23). Le podemos añadir, aunque estén en el límite entre la escritura académica y la estrictamente científica, los informes de investigación y las tesis de grado y posgrado. Todas estas modalidades de escritura son muy distintas entre sí y, de ellas, incluso algunas no alcanzan nunca la mesa de un editor, como son los exámenes y, en cierta forma, las tesis (excepto cuando se ha determinado su publicación).

Ahora bien, los procesos editoriales que se siguen para una obra científica, divulgativa o académica no realizada con fines didácticos son muy distintos a los de una obra didáctica. En el ámbito costarricense, muy a menudo, la función del editor, en estos casos, se reduce a coordinar el proceso de publicación, que incluye la contratación de un corrector de estilo, los artistas gráficos (diseñadores, ilustradores, fotógrafos) y los procesos de impresión.
En casos como estos, una industria del libro todavía incipiente como la nuestra no distingue entre el publisher y el editor (léase en inglés); ambos parecen una y la misma figura: un mediador entre el autor y la puesta en circulación de su texto (Pérez, 2002: 69).
La edición de libros de texto, en cambio, se realiza mediante un complejo proceso editorial que implica acciones sucesivas con varios niveles de complejidad y profundidad.

Para comprender las diferencias, conviene mencionar algunas características de la obra didáctica:

  • Debe estar concebida, diseñada y escrita para cumplir un plan de estudios definido, estructurado y previamente diseñado en sus contenidos curriculares. Responde a objetivos, lineamientos, metodologías y contenidos cuya aprobación se produce en instancias ajenas al aparato editorial propiamente dicho. Por lo tanto, responden a un plan de contenidos previo, no elegido libremente por el autor.
  • Debe considerar las características del público al que se dirige, el nivel formativo en el que se encuentra y las políticas institucionales o de línea editorial a las que responderá la obra.
  • Debe incluir herramientas para facilitar los procesos autorregulados de enseñanza-aprendizaje, a partir de ejemplos, palabras clave, recursos y ayudas didácticas, una redacción clara y de carácter expositivo, ejercicios y actividades sugeridas, figuras e ilustraciones, vocabularios y glosarios y cualesquiera recursos que puedan considerarse pertinentes y necesarios para la adecuada exposición y aprehensión de los contenidos de la obra (para un cumplimiento eficaz del diseño curricular).
  • Debe darle prioridad a la claridad expositiva y la comprensión de los temas, aunque para esto deba sacrificar algunos recursos retóricos propios del discurso científico. Así, enfoques o aproximaciones de la exposición que se considerarían imperdonables en una obra estrictamente científica, son licencias necesarias en las obras didácticas (como ejemplos y digresiones); mientras que el discurso científico normal (argumentativo y demostrativo) puede resultar pesado y hasta contraproducente en la escritura con fines didácticos (Figueras y Santiago, 2000: 23).
  • Aun cuando el discurso mediado tiene prioridad sobre el científico, los contenidos deben ser veraces, comprobables y científicamente sustentados; por lo tanto, requieren de la participación de especialistas en contenido para revisar la exactitud de la información y la pertinencia de la metodología de enseñanza-aprendizaje elegida (mediación).

Dados los requisitos de las obras académicas con fines didácticos, se requiere de un equipo multidisciplinario y multifuncional que pueda cumplir las fases de la edición académica. Es aquí en donde la figura del editor académico aparece como un actor clave del proceso.
La terminología en nuestra lengua española en el campo de la edición todavía está en proceso de delimitación, puesto que tradicionalmente, la palabra editor se ha empleado para referirse a eso que en la industria del libro norteamericana se conoce como publisher; mientras que las figuras del editor y del copyeditor ni siquiera tienen un equivalente en español que haya salido de un ámbito muy especializado.

Para tratar de clarificar los subprocesos editoriales que entran en juego en la edición de obras académicas, propongo que sigamos la siguiente nomenclatura:

  • Casa editorial (publisher): la empresa editorial o institución que asume los costos de publicación, comercialización y mercadeo de la obra.
  • Director editorial: la persona o encargado que define la línea editorial y las obras por publicar (cuando hay un consejo editorial, es quien ejecuta sus decisiones), mantiene una relación cercana con los departamentos de mercadeo y comercialización (o bien, toma él mismo estas decisiones), se encarga de la búsqueda y contratación de autores. Las funciones exactas de un director editorial varían según el tamaño y características de la casa editorial.
  • Editor: es el encargado de acompañar todo el proceso de edición, desde el momento en que el autor ha sido asignado hasta su salida de los talleres de imprenta. Por lo tanto, asume dos tipos de tareas: coordinación y edición. En tanto coordinador, vigila los plazos de entrega, está en contacto con los miembros del equipo y vela por que se cumplan todas las fases del proceso. En tanto editor propiamente dicho, se encarga de la lectura y revisión del material y, en general, de todos los pasos necesarios de la preparación del texto. El nivel de profundidad con que intervenga depende del tipo de obra que edite.
  • Corrector de estilo: sigo aquí la propuesta de traducción de Carmen Barvo para el término inglés copyeditor. A este tipo de corrección también se la denomina preparación del original o preparación tipográfica. Esta fase se concentra en la revisión tipográfica y ortotipográfica, la corrección gramatical, la claridad en la comunicación (precisión terminológica y sintaxis), la mejora de la expresión escrita y de la organización sin alterar sustancialmente la estructura ni reescribir. En el medio costarricense, la mayor parte de estas correcciones las asume el filólogo.
  • Corrector de pruebas: realiza lo que en inglés se llama proofreading. Realiza la corrección tipográfica; detecta errores mecánicos y erratas; verifica la corrección gramatical; revisa que todos los elementos gráficos estén bien utilizados según el diseño seleccionado; señala ríos, calles, huérfanas, viudas y otros errores de la maquetación final. El corrector de pruebas se encuentra en una de las fases finales del proceso de edición.

En una obra literaria o académica normal, la intervención del editor llega hasta donde el autor se lo permita (Pérez, 2002: 71). En una obra académica didáctica, pocas veces se tiene el privilegio de encontrar especialistas en contenido (criterio principal para su selección) que además tengan entrenamiento o experiencia como escritores (Piccolini, 2002: 122). Por esa razón, la labor del editor académico es extensa e implica varios subprocesos de edición.

Maeve O’Connor propone dos niveles de edición: la edición creativa y la que aquí llamaremos edición profunda (substantive editing). La primera implica señalar cómo y dónde es pertinente reorganizar, expandir o condensar el texto, para lograr una exposición más clara de las ideas. “La edición profunda significa asegurarse de que los autores han dicho lo que querían decir tan clara y correctamente como sea posible. Esto usualmente se hace al mismo tiempo que la edición técnica e incluye correcciones de gramática y ortografía, hacer sugerencias menores acerca de la reorganización, expansión o condensación del texto y sugerir cómo los títulos, palabras clave, resúmenes, estadísticas, tablas e ilustraciones pueden presentarse mejor y cómo el estilo puede ser revisado para proporcionar la mayor claridad y precisión” (1979: 41). En síntesis, “Un editor es mucho más que un corrector de estilo cuando se hace cargo de un proyecto en particular. Es quien ayuda a encontrar la mejor estructura y el mejor tono; compila, redacta, corrige, sugiere, corta, equilibra un texto” (Pérez, 2002: 70).

El editor académico, además, proporciona sugerencias sobre las imágenes, figuras y tablas que acompañan al texto, la mejor manera de reforzar los conceptos y los recursos didácticos que puedan ser necesarios.

En la práctica de la edición académica didáctica, el editor académico tiene la responsabilidad de acompañar la obra en todas las fases de la edición. Así, inicia desde la asesoría en la creación del plan de la obra a partir del diseño curricular; realiza la edición creativa y la profunda y, finalmente, debe asumir también la corrección de pruebas. Únicamente el proceso de corrección de estilo (copyediting) suele compartirse con un profesional en filología para que realice una asesoría lingüística calificada (en aquellos casos en que el editor académico no tenga la formación o la experiencia para realizar esta función por sí mismo).

La edición académica con fines didácticos es, como puede verse, una de las formas más complejas de edición. Su recompensa, sin embargo, lo merece: la realización de obras didácticas diseñadas para ser leídas y releídas, estudiadas, comprendidas y aplicadas. Una obra didáctica se escribe para ser utilizada, exprimida, aprovechada hasta su último párrafo, con el menor esfuerzo posible por parte del lector en cuanto a decodificación y usabilidad. Uno de los máximos logros de un editor académico es contribuir a la realización de textos claros, comprensibles, didácticos y, no por ello, menos profundos y bien sustentados. De esta forma, su labor es más que un trabajo remunerado: es un servicio en la formación ciudadana costarricense de uno de los proyectos más exitosos en la educación inclusiva y democrática en América Latina y, desde luego, en la historia de este país.

Bibliografía consultada y referencias
Barvo, Carmen. (1996). Manual de edición. Guía para autores, editores, correctores de estilo y diagramadores. Santafé de Bogotá: Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe.
Martínez de Sousa, José. (1993). Diccionario de bibliología y ciencias afines. Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez.

Martínez de Sousa, José. (1999). Manual de edición y autoedición. Madrid: Ediciones Pirámide.
Figueras, Carolina y Santiago, Marina. (2000). “Capítulo 1: Planificación”. Montolío, Estrella, coord. Manual práctico de escritura académica. Vol. 2. Barcelona: Editorial Ariel.
Sullivan, K. D. y Eggleston, Merilee. (2006). The McGraw-Hill Desk Reference for Editors, Writers, and Proofreaders. New York: McGraw-Hill.
O’Connor, Maeve. (1979). The Scientist as Editor. Guidelines for Editors of Books and Journals. New York/Toronto: John Wiley & Sons.
Pérez Alonso, Paula. (2002). “El otro editor”. Sagastizábal, Leandro de y Esteves Fros, Fernando, comps. El mundo de la edición de libros. Buenos Aires: Paidós.
Piccolini, Patricia. (2002). “La edición técnica”. Sagastizábal, Leandro de y Esteves Fros, Fernando, comps. El mundo de la edición de libros. Buenos Aires: Paidós.

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