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Cómo proponer cronogramas editoriales exitosos

Comienza el año y, con él, vienen los nuevos proyectos editoriales. Cuando un libro —o una idea de libro— llega a la mesa de producción, es imprescindible saber con exactitud cuánto tiempo se demorará en llegar hasta las manos de quienes lo leerán y garantizar que esto ocurra en la fecha designada. Para lograrlo, se necesita hacer un esfuerzo de proyección al futuro y diseñar cronogramas detallados que puedan utilizarse como punto de referencia para todos los colaboradores y como guía para la persona encargada de coordinar la edición.

Hay que recordar que muchas personas, de manera inconsciente, dejan todo para última hora. Si en enero del 2014 decimos que el libro debe estar en librería en diciembre del 2015, los inconscientes dicen: “¡Oh! ¡Tenemos mucho tiempo!” y se ven a sí mismos haciendo cómodas entregas en noviembre del 2015, “justo a tiempo”.

El panorama cambia cuando el gran proceso se divide en pasos más pequeños y se proporcionan fechas cada vez más cercanas: revisión editorial, reescritura de manuscritos, revisión de contenidos, corrección de estilo, elaboración de ilustraciones, maquetación, corrección de pruebas, impresión, encuadernación, empaque, distribución, mercadeo… Visto así, a veces se pregunta uno si aquella fecha tan lejana será suficiente.

En este artículo comparto algunas de las prácticas que he aprendido con los años para formular cronogramas que se puedan cumplir, dentro de los plazos disponibles.

  1. Sea realista. A menudo nos llegan solicitudes motivadas por la prisa y el deseo ferviente de obtener resultados inmediatos. A pesar de las buenas intenciones, si no se puede realizar un proyecto con la calidad que se merece, es mejor detenerlo al inicio y no cuando se ha perdido mucho tiempo valioso e irrecuperable.
  2. Conozca sus procesos editoriales. Se debe tener al menos estimado de cuánto se demora en cada paso editorial, según la cantidad de páginas y el grado de dificultad del texto. La suma de esta proyección da una idea general del tiempo total que tardará la edición.
  3. Inicie con un cronograma general. Proponga primero los grandes segmentos: “Entrega de la primera versión del manuscrito”, “Corrección de estilo”, “Maquetación o diagramación”, solo con una fecha de inicio y otra de finalización, sin detallar los pasos.
  4. Divida las grandes etapas en pasos cada vez más pequeños. Las grandes etapas se dividen en pasos con fechas cortas y manejables: “Autor entrega capítulo 1”, “Equipo revisa capítulo 1”, “Autor implementa correcciones al capítulo 1”. Emplear segmentos pequeños contribuye a ganar tiempo al identificar las interferencias en el momento en que ocurren, y no cuando es demasiado tarde para remediarlas.
  5. Comience de atrás hacia adelante. Sitúe en la fecha límite que le han dado los procesos finales, como pueden ser las firmas finales de aprobación, la preparación de preprensa para imprenta, la maquetación o el montaje del texto. Desde ahí, se comienza a avanzar hacia atrás, añadiendo pasos y restando semanas, como la corrección de pruebas, corrección de estilo y corrección editorial. Conforme se van cerrando los meses en el calendario, se visualiza con mayor facilidad cuánto tiempo disponible queda para los procesos más impredecibles y extensos, como pueden ser la escritura del primer borrador, la traducción de una obra o la reescritura de un manuscrito a partir de una corrección editorial profunda.
  6. Añada a cada etapa algunos días para que sirvan de “colchón”. Los retrasos son el pan nuestro de cada día, en especial durante los primeros pasos de la escritura y edición, cuando nadie siente la presión de la fecha de entrega. No suponemos que un autor —tal vez, a lo mejor, quizás— se podría retrasar: sabemos que lo hará, cuando menos el 90 % de las veces. Por lo tanto, si un proceso editorial toma seis semanas, podemos añadir al menos una extra, de modo que haya compensación por retrasos imprevistos, enfermedades, huelgas y falta de inspiración.
  7. Inicie y finalice procesos con los días hábiles de la semana. Esta es una técnica para aprovechar la tendencia inconsciente de entregar a última hora. Si la fecha de entrega se fija en un viernes, en gran cantidad de ocasiones el autor o los revisores se retrasarán, pero harán lo imposible por entregar su parte durante el fin de semana, para que aparezca en el buzón el lunes siguiente. En cambio, si se fija el día un miércoles, por ejemplo, lo más probable es que de todas maneras se retrase la entrega hasta el viernes y no se pueda hacer nada hasta el siguiente lunes.
  8. Contemple fines de semana y feriados. Algunas personas trabajan durante sus vacaciones, otras no. Parta del hecho de que nadie lo hará (tampoco usted) y así no tendrá decepciones más adelante. Además, el descanso es una excelente manera de garantizar textos frescos y de calidad. La explotación a menudo deriva en descuidos y errores costosos.
  9. Rectifique y detalle conforme avanza el proceso. Cuando se acerque a cada etapa, tómese el tiempo para ajustar las fechas propuestas con la realidad cumplida, tomando en cuenta las características del texto y la idiosincracia de los colaboradores, así como para añadir los subprocesos que considere pertinentes para tener una visión más clara y hacer un mejor seguimiento del avance.
  10. Verifique su cronograma. Cuando los colaboradores comienzan a fallar con las fechas de entrega, el cronograma es el instrumento para levantar la alerta y detectar las amenazas. Los retrasos son proporcionales a la etapa que se tiene entre manos. Un retraso en un paso de tres semanas puede ser de uno a tres días sin que implique un descalabro en el cronograma global; pero un retraso en un proceso de ocho meses puede llegar a ser de dos o tres meses y retrasar la fecha de salida de la obra.
  11. Recuérdeles las fechas del cronograma a sus colaboradores. No basta con entregar un documento al inicio del proceso. Muchas personas tienden a olvidarlo y dejarlo por ahí. Quien coordina deberá guiarse por ese documento, consultarlo con frecuencia y recodar las fechas de entrega antes de que llegar al incumplimiento.
  12. Utilice una herramienta informática adecuada. Hay muchos programas para llevar listas de pendientes y elaborar cronogramas, muchos de ellos gratuitos y para todas las plataformas (incluyendo dispositivos móviles). Conviene elegir un programa con el que uno sienta comodidad y utilizarlo. Será una ayuda excepcional para ajustar fechas, programar recordatorios, sincronizar calendarios y como herramienta de referencia para mantener a los equipos al día.

Para que un cronograma se cumpla con poco o ningún retraso, debe trasladarse del papel a la práctica y esto es función de quien lo formula, lo comprueba, lo recuerda y lo aplica.

Una advertencia: el cronograma es una guía y un instrumento. No es un fin en sí mismo y una excesiva rigidez con su cumplimiento puede llevar a disputas innecesarias. Cuando un colaborador no puede entregar a tiempo, es más saludable solicitarle que lo comunique de antemano, extender el plazo y hacer ajustes a futuro. Incluso si llega la fecha y no se comunica, se le envía un mensaje de recordatorio de las fechas y se le solicita que indique una nueva fecha para la entrega de su material, en un plazo razonable (por esto es que se necesita tener siempre “colchones” dentro del cronograma). Si bien queda a criterio del editor aceptar o no la nueva fecha, esto demuestra apertura, flexibilidad y disponibilidad para negociar. Si el colaborador ha tenido un imprevisto, esta clase de apertura se agradecerá, favorecerá una relación armoniosa y garantizará futuras colaboraciones.

El cronograma, como técnica para alcanzar metas, tiene grandes ventajas; entre ellas, que es posible saber siempre en qué parte del proceso se encuentra, cuánto falta por realizar y, como una pequeña recompensa para el ego, cuánto se ha logrado ya. Las recompensas emocionales son fabulosos instrumentos de motivación, en especial cuando lidiamos con plazos extensos y distantes.

Estos son mis pequeños trucos para tener éxito con mis cronogramas y publicar a tiempo. ¿Y usted? ¿Cómo logra cumplir sus metas editoriales?

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Normas de cortesía para hacer comentarios y edición

En lo personal, creo que nada puede prepararnos para recibir comentarios sobre nuestro escrito. Confieso aquí que, a pesar de trabajar en corrección, de conocer todos los beneficios de los aportes de lectores externos, de participar de lleno en procesos de edición y de estar al tanto de la inevitabilidad del error, todavía rujo durante horas cuando alguien trata de cambiarle siquiera una coma a mis textos. Yo esperaría tener la madurez para aceptar la crítica sin remordimientos, pero no puedo evitarlo: mi ego se siente agredido y amenazado, con razón o sin razón, eso le importa poco. La reacción es inconsciente, es vehemente y, sobre todo, es visceral e incontrolable.

Visto así, como escritora, es que aprecio, valoro y recomiendo el uso de la diplomacia en el proceso de edición y corrección de textos. Nuestro trabajo es ser implacables, pero eso no significa que debamos hacerlo con grosería y falta de tacto.

Por eso, con base en mi experiencia, comparto estas diez recomendaciones —a modo de lineamientos— para comentar un texto:

  1. Se respeta y reconoce la labor ajena. Un texto es el resultado de un acto de investigación, creatividad y expresión. Quien escribe ha dejado de hacer algo abandonado en su vida por escribir ese texto. Reconozcamos y agradezcamos la puntualidad, dedicación y responsabilidad de quienes colaboran en nuestro equipo.
  2. El texto es de otra persona, no es nuestro. Se le revisa con su permiso y siempre desde lo que está tratando de expresar, ya sea que lo logre o no. Lo que el editor o corrector habría escrito es irrelevante. Lo que interesa es lo que ya escribió la otra persona y cómo puede mejorarse.
  3. Se corrige el texto, no se juzga a la persona. Al hacer las recomendaciones puntuales, siempre hay que redactar haciendo énfasis en el texto, en su relación con el público al que va dirigido, en los contenidos y su enfoque, en la gramática o la forma de expresión. No estamos juzgando a la persona ni la estamos calificando: el objetivo es pulir y perfeccionar el texto como el mejor producto que ese texto —con sus características e idiosincrasia— pueda ofrecer.
  4. Se corrige lo que se ha solicitado. Cada quien ha de atenerse a su función editorial y saber hasta dónde pueden llegar sus observaciones. No se vale ser especialista de contenidos y dedicarse a hacer corrección de estilo; o bien, señalar errores estructurales cuando la obra ya está en corrección de pruebas. No solo se invade el campo de otros profesionales —y a veces, con errores— sino que se desatiende aquello para lo que se le pidió criterio.
  5. Al fin de cuentas, la nuestra es una opinión. La edición no es una ciencia exacta. Tiene mucho de opinión, enfoque, subjetividad. Se arraiga en la experiencia personal, en la formación académica, en los intereses y hasta en las ideologías y discursos que nos atraviesan. Reconocerlo y hacerlo explícito al hacer nuestros comentarios es beneficioso, porque hacer observaciones es iniciar un diálogo, no crear un pulso de poder. Esta técnica contribuye a que las observaciones no se perciban como un ataque y permite que el autor las analice con una actitud más receptiva.
  6. Pero es una opinión fundamentada. Toda observación deberá estar respaldada por argumentos válidos y, cuando sea necesario, documentación o bibliografía especializada. No se trata de ejercer el gusto o la preferencia personal, sino de recomendar lo que resulte mejor para el texto y la publicación, siempre tomando en cuenta la norma lingüística, la línea editorial y las características del público lector.
  7. Se señala el problema y se ofrece la solución. La crítica por la crítica es un acto de arrogancia y exhibicionismo. El protagonista aquí es el texto que se corrige, en función de la editorial y del lector; a nadie le interesa la erudición del editor o del especialista en contenidos. Por lo tanto, siempre que se señale un error ha de ser porque existe y se conoce la manera de mejorarlo a través de una alternativa viable, respetuosa y compatible con el estilo de la obra.
  8. Hay que saber cuándo parar. Corregir puede ser un vicio y, si nos ponemos a hilar fino, todo se puede corregir. Es un texto ajeno y que no se puede reescribir indefinidamente. Por eso, se eligen las batallas, se corrige lo esencial y se deja lo demás legible, pero bajo la responsabilidad del autor, no la nuestra.
  9. Se destacan las virtudes del texto. Si algo durante la lectura nos impacta de manera positiva, no está de más decirlo. Será un pequeño bálsamo para el ego del autor en medio de tantos tachones y comentarios adversos.
  10. Se elabora una síntesis. Antes de devolverle el texto al autor, tan lleno de observaciones que se le pueda hacer irreconocible, vale la pena hacer un breve resumen de los aspectos generales y, de manera diplomática, indicar las razones para las sugerencias puntuales. Esta síntesis debe comenzar por destacar los aciertos y méritos del texto. De esta manera, el autor sabrá que no se le ha juzgado y que su obra no es una basura lista para descartar. Comprenderá el mensaje correcto: es un texto perfectible, dentro de una cadena de producción y requiere de ajustes que le ayudarán a aumentar su calidad.

Debo insistir en el tema de hacer explícitas las virtudes y logros del texto. Como norma general, nos centramos en marcar error tras error y, al final, olvidamos decirle al autor que, después de todo, su texto vale la pena y, quizás, hasta tenga el potencial para ser un nuevo hito editorial.

El silencio no es un elogio. Siempre habrá algo que podamos rescatar del material leído. Tal vez está lleno de entusiasmo; quizás ofrece una visión fresca pero desordenada; a lo mejor es ameno y entretenido, pero le falta profundidad y fundamento. No importa cuál sea su virtud, conviene encontrarla, porque esta persona ya entregó muchas horas de su vida a escribir y, con nuestras observaciones, le estamos pidiendo que dedique otras tantas a reescribir. Lo menos que podemos hacer es enfatizar por qué vale la pena el esfuerzo.

Por último, hay una máxima inevitable: el autor puede estar en desacuerdo con nuestras observaciones. Hemos de prepararnos para escuchar sus contrargumentos, aceptar sus razones y llegar, por la vía de la negociación, a un punto medio que satisfaga a ambas partes. El texto es del autor, pero el respaldo de calidad es el de la editorial; de ahí que lograr un equilibrio entre las intenciones de ambos sea crucial en el proceso de publicación.

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Dejarse editar

Desde el punto de vista de quien escribe, dejarse editar es quedar al descubierto. Cuando se le confía su manuscrito a alguien para su lectura, se esperan de vuelta elogios, felicitaciones, lágrimas de conmoción… Pero cuando se entrega para su edición, lo que regresa es un manuscrito lleno de tachaduras, marcas en rojo, anotaciones al margen, sugerencias de reestructuración…

La reacción del ego es inevitable: se siente herido en su intimidad. Su hijo, su bebé, el producto de su intelecto, lo que tan perfecto parecía antes de enviarlo le es devuelto así: mutilado, mancillado, machacado… Es una experiencia devastadora y hasta humillante. Las reacciones son múltiples, desde la autoflagelación (“no sabía que yo cometía tantos errores”) hasta el instinto de autopreservación y defensa que reacciona en la forma de ataque (“¿quién se cree usted para decirme a mí esto?”).

He aquí la diferencia entre un editor y cualquier otro lector: quien edita lee para encontrar los errores, no por accidente, sino con toda alevosía y criminalidad; para que todo quede ahí, en la mesa de edición, y no en la obra publicada. Ese es su oficio y para eso se le paga.

¿Por qué se necesita la confianza? Porque la edición no es una ciencia exacta y, en ella, subyacen también la arbitrariedad de la norma editorial y la parcialidad el olfato. Si uno no confía en su editor, cada una de sus observaciones será una batalla campal entre dos egos. En cambio, cuando se conoce al editor y se confía en su criterio, el proceso de carpintería y perfeccionamiento se vuelve más sencillo; se transforma en un acto de camaradería, de ayuda mutua y colaboración.

¿Con esto digo que uno debe tener una confianza ciega y aplicar todas las correcciones sin chistar? No. Todas las personas se equivocan y uno tiene derecho a saber por qué esto o aquello debe corregirse. Pero si quien edita conoce su oficio, la mayor parte de sus observaciones se justificará y, una vez comprendidas, ya el autor no podrá ver su manuscrito original con los mismos ojos: reconocerá sus problemas, comprenderá sus imperfecciones, sentirá la necesidad de transformarlo.

Por eso, para dejarse editar, conviene encontrar a esa persona en quien confiaremos lo suficiente para permitirle intervenir nuestro texto. Esa persona que sabemos, sin la menor duda, está haciendo su mejor esfuerzo para mejorar nuestro manuscrito, no para herir nuestro ego.

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¿Cuáles son las funciones de una referencia?

El propósito básico de una referencia es referir. ¿Por qué violo todas las reglas de escritura diciendo lo obvio? Porque he visto personas usar la palabra –y más grave aún, hacer referencias– sin plena consciencia de su significado o propósito último. La palabra misma se ha desnaturalizado: describe un producto académico, un formato determinado y hasta una fórmula de escritura sujeta a reglas de composición textual y ortotipográfica. Pero ¿cuáles son sus funciones y cómo debo hilarla dentro del texto?

Primera función: el mapa del lector itinerante

En el medio académico, la esencia de referir es conectar dos textos: por un lado tenemos las exposiciones, argumentaciones y conclusiones de un autor y, por el otro, los muchos documentos, influencias y bases de donde este autor ha formado sus propias opiniones; es decir, sus fuentes. Un texto envía a otro y nos ayuda a reconstruir el itinerario de su autor, el origen de sus ideas y los antecedentes de sus afirmaciones. El texto se convierte en un mapa de viaje para el lector con interés de profundizar en un tema, dato o argumento en particular.

[Pongo esta función en primer lugar porque es la más lúdica, interesante y fascinante para mí (gustos personales, no verdades académicas). Me encanta tomar un libro y saber que tengo la libertad para llegar hasta cualquiera de las fuentes mencionadas].

Revisar la fuente original tiene valores académicos añadidos: la posibilidad de verificación y el análisis de la tradición académica del texto.

La verificación es esencial, todavía más si uno es lector-editor o pretende especializarse en algún tema de estudio. No solo sirve para ver si lo que dice este autor es verdadero, sino para comprobar cuán acertada puede ser su interpretación del pensamiento referido.

La tradición académica también me da muchas pistas sobre las elecciones y exclusiones del texto por leer. No todos los paradigmas son compatibles entre sí. Hay corrientes teóricas que se repelen y excluyen mutuamente. Una mirada a la lista de referencias puede ser suficiente para conocer el pedigree del texto: quiénes son sus padres, hijos y parientes, de dónde viene y, por lo tanto, qué puedo esperar.

Segunda función: crédito a quien crédito merece

La referencia, bien entendida, es la honestidad puesta en práctica. Le doy crédito a quien se lo ha ganado, con su trabajo y esfuerzo intelectual, y confieso el origen de unas ideas que no fueron mías inicialmente aun cuando ya me pertenecen.

El crédito también es una necesidad legal: no puedo explotar la propiedad intelectual ajena para mi propio beneficio egoísta, sin encarar las leyes y penas de cada país y los acuerdos internacionales. Gracias a la referencia, puedo emplear una cierta porción del trabajo ajeno sin acudir a interminables trámites o permisos.

Lo que no se vale es copiar textualmente (sin el uso de la cita directa), parafrasear incorrectamente (cambiar dos o tres palabras y ya decir que yo lo redacté de nuevo) o reproducir páginas y páginas –sin mayor elaboración por parte de uno– mediante un supuesto parafraseo interminable. Cualquiera de estos casos es plagio descarado y tiene consecuencias penales.

Tercera función: la colaboración académica

No se puede monopolizar el conocimiento. Es más, cuanto más se difunde y comparte, más se reproduce (es la razón fundamental por la que mantengo este blog). La humanidad ha llegado hasta donde está gracias al saber acumulado, entendido cada fragmento como patrimonio de la humanidad y no de sus individuos. No se puede llegar a Marte sin dominar el arte del fuego. Así, el primer astronauta le debe todo a la primera fogata de la humanidad.

La referencia es la evidencia del trabajo colaborativo: escribí este artículo (en un momento desvanecido ya), usted lo lee en este instante y miles de ideas nuevas, suyas, arraigadas en sus vivencias y experiencias, se mezclan con mis opiniones. Mi texto queda atrás, usted crea un texto nuevo y toma de aquí alguna frase, palabra o párrafo y, con justicia, lo “refiere” (menciona, indica, señala, da cuentas de su fuente). Usted y yo estamos trabajando juntos (o juntas, tal vez, no lo sé), porque en el producto final –ya patrimonio de la humanidad– quedaron nuestras dos huellas. Pero no nos conocemos ni nos veremos las caras.

Y, sin embargo, quien lea el texto nuevo –el suyo, el que usted escribirá– sabrá que al menos dos personas, usted y yo, tuvimos alguna parte en ese producto de nuestra colaboración distante.

Cuarta función: el peso de la autoridad

He dejado adrede esta función para el final. En la academia (¿o debería escribir Academia, con mayúscula?), a menudo se considera esta como la función esencial de la referencia y se escribe conforme. El resultado son unos textos execrables (pero eso sería tema para otro artículo).

La necesidad de sustentar y enmarcar las propias afirmaciones en una tradición académica reconocida puede llevar a extremos como imponer o forzar la referencia a alguna fuente, cualquier fuente. Es la falsa creencia de que porque lo dijo otro –cualquier Perico de los Palotes, por lo general– ya le confiere autoridad al texto. Falso. Falacia de autoridad.

Cuando se está remitiendo a un texto creado por Perico de los Palotes, a menudo se pregunta uno si vale la pena o no hacer la referencia. Es decir, hay que hacerlo por derechos de autor, pero admitámoslo: ¿quién es el fulano de tal para que yo le dé un lugar prominente en mi párrafo? ¿Es acaso un líder en su campo de estudio? ¿Es quien cambió para siempre la forma de hacer ciencia en su especialidad? ¿Nos ha revelado por fin el significado de la vida? ¿Por lo menos está emitiendo ideas originales, suyas, de su propia cosecha? ¿O es otro desconocido más que ha copiado su texto de otro Perico de los Palotes y lo ha colgado en algún lugar de la Red fácil de acceder a través Google?

Hay autores, en cambio, que cuando abren la boca realmente se nota que tienen la palabra. De hecho, podemos realmente llamarlos autores porque son autoridades. Por lo tanto, si el Perico de los Palotes soy yo (como nos pasa a casi todos los escritores académicos sin renombre), tener la voz de una Vaca Sagrada de nuestro campo será una garantía para nuestro texto.

¿Vicios de esta función de la referencia? Citar por citar a alguien cuyo pensamiento se desconoce, no se entiende o no tiene pertinencia alguna. Citar para hacer un despliegue de erudición, lucirse ante los pares académicos y demostrar cuánto he leído. Citar, en fin, por pura vanidad o, peor aún, ignorancia.

En síntesis

A partir de las cuatro funciones que propongo para las referencias, podemos deducir cuatro sencillas reglas de escritura:

  1. La referencia siempre debe ser completa, precisa y fiel a la fuente.
  2. La referencia debe realizarse conforme a los usos aceptados y válidos en el marco de las leyes y convenciones sobre propiedad intelectual y derechos de autor.
  3. La referencia debe usarse para dar cuenta de quienes han colaborado en nuestro pensamiento, así sea a través de sus palabras e investigaciones.
  4. Los textos referidos deben hacer un aporte real y sustancial a nuestro texto, preferiblemente de autores reconocidos o novedosos dentro de su campo y, de ser posible, con autores y fuentes de primera mano.

A partir de estas reglas generales, podemos hablar de otras particulares, ya propiamente en lo que se refiere a la redacción e integración de las referencias dentro del texto y a su ortotipografía. Pero esas quedan para otros artículos.

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«Al editor nunca se le queda bien»

“¡Viera cómo es!”, le explicaban mis autores a un nuevo miembro del equipo editorial, “nunca se le queda bien”. La frase venía con una sonrisa y anécdotas sobre la clase de comentarios que les había hecho, las críticas inesperadas, las observaciones sobre los pequeños detalles que cualquier otro lector habría pasado inadvertidos.

La frase quedó resonando en mi memoria: “…nunca se le queda bien…”. ¿Acaso no es esa una característica deseable en todo autor, editor o corrector?

El inconformismo, la visión crítica, el deseo de perfeccionamiento y la habilidad de imaginar vívidamente la realidad propuesta por el texto para detectar sus contradicciones son apenas algunas de las actitudes necesarias cuando una persona se enfrenta a una lectura cuyo objetivo es contribuir a mejorar el texto.

Así, un editor al que “no se le queda bien”, al menos no en los primeros borradores, es un editor que nos da esperanza.

El editor es una de las primeras personas en leer una obra. Media entre el autor y su lector. Un editor responsable no dejará pasar una inconsistencia, detalles dudosos o problemas de coherencia. Su lectura es la mejor oportunidad para prevenir los errores antes de que se reproduzcan inevitablemente por cientos o miles de ejemplares.

Cuando una obra sale al mercado y los lectores comienzan a decir: “le sobran personajes”, “tenía escenas muy tediosas”, “había un error de inconsistencia”… no solo se dice: “¡qué mal autor!”; también se piensa: “¡le faltó editor!”.

Desde luego, no se puede corregir indefinidamente. Cuanto más intensa, honesta y exhaustiva sea la primera corrección, y mejor sea la relación editor-autor en el proceso de implementación de cambios, más pronto se podrá llegar a un producto de calidad en menor tiempo. Infinitas correcciones llevan al desgaste y la desmotivación.

El editor también deberá alcanzar un punto de desapego y dejar ir la obra, a pesar de todos los errores que puedan haber sobrevivido, con la esperanza de las reimpresiones (para unas pocas erratas) y las segundas ediciones (para correcciones de fondo). “Lo perfecto es enemigo de lo bueno” dice siempre don Miguel Guzmán, un conocido editor mexicano formador de editores. “Pero lo mediocre también…” le añado yo. Por eso, el buen editor es un inconforme, pero aprende a ponerle límites a su inconformismo.

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