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La escritura no es un pasatiempo

Nunca falta una oportunidad para decir por ahí cuál es nuestra lista de pasatiempos: esas actividades informales, realizadas por puro gozo fuera de las jornadas laborales, sin ninguna estructura u obligación.

Durante muchos años, sobre todo aquellos de infancia y adolescencia, con mucho orgullo decía que escribir era mi pasatiempo.

Unos años más a cuestas me han hecho cambiar mi opinión. Ahora, cuando alguien me hace esa pregunta, mis verdaderas estrategias para el ocio son más reales y más honestas: jugar, comer bien, ver televisión, ir al cine, tomar fotografías… Sin duda así gasto muchas de mis horas de ocio. Pero ¿escribir?… ¡no! Escribir ya no es un pasatiempo.

Escribir es una labor cotidiana, es mi pan de cada día, mi fuerza laboral diurna y nocturna, mi principal actividad. No siempre es remunerada, y si la realizo fuera de mi tiempo laboral, siempre es libre y es mía. Pero ya no es un “pasatiempo” porque es algo que me tomo en serio. Esa es una de las delgadas líneas que nos llevan del estado de amateur al de profesional.

Por esa razón, a pesar de mis planes y hasta buenas intenciones declaradas en este blog, este año he dedicado mi tiempo de vacaciones al ocio y no he escrito absolutamente nada. Nisaba ha visto esta ausencia: un vacío producido por la necesidad de recargar baterías, reparar los daños físicos del año anterior y sanar. Viene el tiempo de compensación, el bombardeo de artículos, el recuperar de mis archivos todo lo que encuentre para llenar de actividad este rincón.

¡Que comience el nuevo año! ¡A escribir!

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¿Procrastinación o síntoma de cansancio?

Cuando el cansancio acecha, la capacidad neurológica de rendimiento disminuye. No digo mental, porque no es necesariamente un asunto de lucidez o de capacidad de pensamiento: es simple agotamiento nervioso. Un cerebro cansado viene acompañado de ardor en los ojos, dolor de cabeza leve o fuerte, pesadez en el área de la frente, músculos doloridos o entumecidos…

En esos momentos, tal vez estamos despiertos, tal vez estamos en media jornada laboral o de escritura, tal vez creemos que la fuerza de voluntad es suficiente para obligarnos, a la fuerza, a realizar nuestras labores, a seguir escribiendo.

Craso error.

Cuando el esfuerzo mental y creativo de las horas precedentes le ha pasado la factura al cuerpo, nuestra capacidad de atención se ve cercenada y disminuida. Pero si insistimos en permanecer ahí, frente a la computadora o la página en blanco, sin importar las consecuencias, puede aparecer la muy temida procrastinación: esas horas de evasión de las tareas principales, sin que uno comprenda exactamente por qué aparecen.

El cansancio es una de las razones por las que la mente se vuelca sobre la procrastinación. Incapaz ya de realizar tareas cognitivas más complejas, como puede ser cualquier ejercicio de creatividad o filosofía, la mente no tiene más remedio que entretenerse en algo liviano, que requiera un esfuerzo menor.

Y en ese instante, sin darnos cuenta, nos metemos de lleno en las redes sociales, viendo páginas a diestra y siniestra, tuiteando y retuiteando… O dicho de otra forma: perdiendo el tiempo (entendida esta pérdida como hacer cualquier tarea menos nuestro deber).

Para esto hay una solución sencilla, barata y fácil de aplicar: el descanso. Una pequeña siesta, no inferior a diez minutos y, preferiblemente, no superior a una hora, cumplirá el cometido. El cuerpo y el aparato mental entrarán en reposo durante un rato. Si uno está escribiendo, puede, durante los primeros minutos del descanso, entrar en un duermevela creativo dedicado a su próxima página, apartado o capítulo.

Si se tiene la dicha de caer en sueño profundo, el descanso será todavía mayor. Se dice que hay verdadero descanso cuando hay sueño; es decir, cuando se entra en fase REM. Al despertar, los niveles de lucidez serán muy altos, apenas los necesarios para retomar la tarea anterior y tener, cuando menos, otras dos horas de alto rendimiento en labores creativas.

La próxima vez que se sienta como si estuviera “perdiendo el tiempo”, no se juzgue ni se sienta culpable. Pregúntese si este es el síntoma de algo más. Habrá que buscar su fuente. Si es el cansancio, el remedio es el sueño. Si tiene otro origen, como puede ser la ausencia de motivación, dormir no será suficiente. Pero eso sería tema de otro artículo.

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La labor editorial: una oportunidad de servicio

La etimología latina de la palabra edición es edere, ‘dar a luz’, ‘parir’. Quien edita está constantemente «pariendo», «dando a luz», aportando de su misma sustancia a la formación del texto por publicar. (¿O acaso hay dos tipos de editores: el editor-partera y el editor-madre? La edición tradicional, ciertamente, se haya más del lado de la partera; los editores fungen de comadronas porque la criaturita les llega ya formada. Pero, ¿y los otros?, quienes toman un texto desde antes de que exista, desde antes de que se haya contratado a quien deberá crearlo?).

Estoy evitando aquí, conscientemente, el uso de la palabra «trabajo» porque deriva de un instrumento de tortura medieval: el tripalium. En cambio, propongo la palabra labor, ligada a la muy antigua tarea de labrar la tierra, sembrar la semilla. El quehacer editorial es, así, una labor (siembra) de darle forma y sustancia al texto (gestación-parto), una forma física para que pueda ser tocado, acariciado, visto por otros, por el otro. Y es precisamente ese otro el que el editor no puede nunca dejar de considerar: todos nuestros esfuerzos tienen como fin último eliminar todo cuanto pueda ser un estorbo en la lectura y, para ello, es necesario imaginarlo, soñarlo, conocerlo, prever sus necesidades, deseos e inquietudes.

¿Y cuál es la función del editor si el otro es, además, un estudiante, una persona que se acerca a un texto porque quiere/debe/necesita aprender y, más aún, autoaprender?

En estos casos, la responsabilidad es todavía mayor. El error de un libro no se repite una, sino muchas veces, como bien denunciaban los monjes medievales cuando, nostálgicos desde su scriptorium, se rehusaban a aceptar la innovación de la imprenta. «¿Cómo conoceremos ahora la verdad?», preguntaban «¿ahora que ya no podremos comparar las diferencias entre los manuscritos para saber cuál es la verdad? Ahora el error se repetirá no una sino muchas veces; enmendarlo será imposible».

El error que un editor dedicado a la producción de libros de texto, en cualquiera de su niveles (escolar, enseñanza diversificada o universitario), tiene repercusiones tangibles: se está jugando el aprendizaje del otro, su desempeño, su nota, sus sueños. Está poniendo en riesgo los muchos esfuerzos y sacrificios que un individuo realiza para poder estudiar y que un Estado sostiene con la visión de que el gasto público en educación es la mejor inversión en el futuro del país.

Por eso, quienes laboran en la edición de obras académicas tienen al mismo tiempo una gran responsabilidad y una gran oportunidad: la responsabilidad de poner su empeño en lograr la mejor obra posible para sus estudiantes; la oportunidad de aportar una semilla en la formación de la próxima generación de ciudadanos y líderes del país.

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