El tema del lenguaje inclusivo de género, también llamado lenguaje no sexista, estimula pasiones con más facilidad de lo que despierta razonamientos, argumentos y soluciones. Pero uno de los principales problemas es que despierta la resistencia al cambio, poderosa fuerza humana capaz de bloquear —casi siempre sin éxito— las más justas revoluciones.
La Real Academia Española tiene una posición todavía conservadora sobre el tema. Su pronunciamiento más vehemente lo ha hecho al suscribir el informe de Ignacio Bosque, Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer. Este fue el resultado del estudio de nueve manuales o guías de lenguaje no sexista y sus recomendaciones.
No haré el sumario completo del artículo; interesa aquí tan solo su espíritu general, más allá de la razón que tiene en muchas de sus aseveraciones gramaticales. De las nueve guías, solo una es considerada parcialmente recomendable o, para decirlo en otros términos, menos “ofensiva” para los académicos de la RAE. Con las demás, se limita a censurar las recomendaciones y descalificar los informes por una razón sustancial: ninguno de ellos tuvo la participación de una persona profesional en lengua. Sus resultados, por lo tanto, llevan a propuestas a menudo incorrectas o poco deseables.
Y en esto último, debo admitirlo, Bosque tiene toda la razón.
La postura de las academias de lengua (la española no es la excepción) ha sido la de condenar de forma abierta el lenguaje inclusivo de género, con la ridiculización de sus técnicas y un énfasis en aquellas recomendaciones polémicas y, en muchos casos, agramaticales.
No se ve una conciliación cercana en el horizonte, en parte por dos razones: la falta de diálogo entre profesionales en lengua y los grupos promotores del lenguaje inclusivo y el exagerado conservadurismo de las academias.
Hay un tercer factor, aunque muchos hombres se dedican a descalificarlo por razones que también pueden considerarse válidas: los expertos que se pronuncian sobre el tema, cuando lo hacen, y con pleno desdén del lenguaje inclusivo, son todos hombres. Ignacio Bosque es el de mayor reputación, pero también se ven otros ejemplos.
El mismo fenómeno se ve con las guías de lenguaje no sexista: abundan las autoras, si bien hay algunos equipos con participantes de ambos sexos.
¿Cuál ha sido el resultado de esta polarización entre académicos y feministas, entre hombres y mujeres?
Por un lado, tenemos a las academias haciendo eco de la indignación popular en el uso desacertado de estrategias de inclusión de género, como el constante desdoblamiento, el uso de la arroba y la necesidad de expulsar del discurso el masculino genérico.
Por otro lado, tenemos la necesidad social legítima de incluir a la mujer en el discurso, de hacerla presente en la enunciación y de hacerla visible en el imaginario lector de cualquier texto. Esto ha llevado a directrices institucionales de emplear el lenguaje inclusivo en muy diversos contextos, como las dependencias del Estado y las instituciones educativas.
Así, mientras los expertos en lengua siguen apegándose a las reglas morfosintácticas tradicionales y diciendo que no existe del todo necesidad de incluir a la mujer; por otro lado, tenemos una realidad desbordante: se nos manda escribir de cierta manera; y no solo desde fuera, de pronto se toma conciencia del problema y se desea hablar, escribir y expresar diferente…
¿Cuál es nuestra responsabilidad como profesionales en lengua? En lugar de enfocar nuestra atención en fundamentar, con muy buenas y científicas razones, por qué el genérico masculino es la forma por excelencia de expresión del español, sería conveniente integrarnos al debate sobre el lenguaje inclusivo de género y contribuir a alcanzar directrices comunes, con criterio y al servicio de una conciencia de género inclusiva.
Nos corresponde dar un paso hacia adelante, si bien esto conlleva exponerse a toda clase de insultos. Como dije al inicio, el tema despierta más pasiones que razones. Así, yo, como mujer profesional en lengua, he recibido insultos por igual de hombres que me tachan de feminista resentida con la sociedad machista (insulto supremo, al parecer), como de mujeres que me acusan de patriarcal (por no defender con vehemencia las prácticas discursivas con las que estoy en desacuerdo).
La labor es, por demás, ardua. Pero quienes estamos en el campo de la edición y la corrección no podemos ser indiferentes al problema. Tal vez los académicos, desde sus sillas, puedan hacerlo. Tal vez para ellos todo se limite a conservar la pureza del lenguaje o a describir sus tendencias mayoritarias. Para mí es distinto: me tengo que enfrentar al lenguaje inclusivo y sus directrices desafortunadas (así como sus interpretaciones extremistas) y es mi obligación proponer soluciones tan gramaticales como inclusivas.
Y usted, ¿qué opina?