Archivo diario: 15/09/2012

Leer de un tirón

Un caro recuerdo de mi infancia era la lectura compulsiva, imposible de combatir con la razón, el sentido del deber o incluso la obligación impuesta. No importaba nada excepto seguir leyendo, avanzar en la historia, llegar hasta la última página. Todo lo demás pasaba a segundo plano: las clases aburridas; los cuestionarios inútiles; los recreos de juegos sin aventura, idilios ni paisajes exóticos. Las conversaciones vacías parecían una mísera pérdida de tiempo, cuando había un grupo de personajes esperándome para seguirme contando sus historias.

La vida me parecía entonces muy corta para desperdiciarla en actividades repetitivas, efímeras y, a todas luces, inútiles, como maquillarse, hacerse las uñas o leer el periódico. Estaba segura entonces, como lo estoy ahora, de que sin duda moriría sin tener tiempo suficiente de cubrir siquiera el canon básico de grandes obras de la humanidad. Con una vida tan breve y tanto por leer, ¿no era lógico huir de las actividades vanas y miserables para dedicar mis horas tan preciadas a devorar cuanto pudiera?

Así pensaba a los nueve, a los doce, a los veinte años. Así pienso aún ahora. Tal vez por esa razón, a veces la vida laboral se vuelve a veces dolorosa. Para una lectora compulsiva como yo, editar como medio de vida es un sueño hecho realidad: literalmente, me pagan por leer. Lo lamentable es cuando el texto carece de esa capacidad para atrapar desde la primera página, de sostener la atención más de veinte minutos, de arrastrarme a seguir leyendo.

Solía pensar que este era un atributo exclusivo de la ficción, pero grandes libros no ficcionales han llegado a mis manos para quererse quedar ahí hasta acabarlos. Así que no hay excusa: todo texto puede tener la capacidad para atrapar o rechazar, para dejarse leer o provocar el cierre de sus páginas sin tregua.

Como lectora, me abandono sin reservas a los libros que me interpelan y perturban desde la primera página. Los demás, aunque pertenezcan al canon de la gran literatura o de las listas de los más vendidos, aunque críticos más informados que yo los pongan a la cabeza de las listas de mejores obras, si no vibran desde el primer renglón, el primer párrafo y la primera página, quedan condenados al olvido, a la inevitable condición de jamás llegar hasta el final. Los dejo ahí, donde el tedio pueda más que mi fuerza de voluntad. Y mi fuerza de voluntad ha ido disminuyendo con los años. Me hago más vieja y, con ello, menos tolerante a la mala escritura.

Como editora, no tengo ese privilegio. A veces el texto no me compele, no me permite leerlo, me produce reacciones emocionales adversas y me sorprendo a mí misma queriendo hacer cualquier cosa menos seguirlo leyendo. En esos casos, no puedo abandonarlo y cerrarlo, como haría con cualquier obra ajena. Mi deber es claro: debo seguir batallando con la abulia hasta encontrar dónde está el fallo, en qué punto se quiebra la atención y cómo puedo remediarla. Como editora, no puedo conformarme jamás. Estoy obligada a rectificar, corregir, reelaborar, reconstruir hasta alcanzar algún grado de lecturabilidad. Hasta hacer menos pesada la experiencia para quienes, como yo, correrán el riesgo de vivir los mismos síntomas de aburrimiento sin cura.

Por eso, cuando uno pasa muchas horas de su vida leyendo textos apenas en proceso —a veces diamantes en bruto, a veces brutalidades sin remedio—, siempre conviene hacer un alto en el camino y encontrar alguna de esas obras mágicas, apabullantes, estremecedoras. Nada más sanador que perderse en una de esas lecturas que nos hicieron enamorarnos de los libros en primer lugar y recobrar, al menos durante un rato, la fe en la buena escritura. Sí, todavía existe y está ahí afuera, esperándonos.

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