Este es un extracto del libro La novela, el novelista y su editor, de Thomas McCormack (2010). So pena de que la editorial o el autor reclamen sus bien fundados derechos, no puedo evitar compartir esta anécdota por la que tantos editores novatos, como yo misma, hemos pasado de una manera u otra.
Alguna vez, cuando empezaba en el negocio, tuve una experiencia que me reveló el peso de la cruz del editor. Era asistente editorial, y a nadie se le hubiera ocurrido infligirle mi presencia novata y torpe a ningún autor, aunque era considerado un buen elemento para “el cuarto de atrás”, alguien a quien aventarle mil cien páginas de caos y exigirle: “¡Arréglalo!”. Tal fue mi encomienda en un manuscrito de James T. Farrell; nadie me había explicado la diferencia entre un editor y un encargado de reescrituras, así que me di a la tarea frenéticamente durante seis semanas: corté cuatrocientas páginas, reacomodé partes enteras, reescribí oraciones y convertí doscientas páginas de descripciones sólidas en escenas porque al genio, entonces en su ocaso, simplemente se le había olvidado incluir diálogos. Mi jefe no tuvo tiempo de revisar con detalle mi trabajo, y el manuscrito pasó directamente a corrección, donde fue a parar a las manos de Frank Riley, corrector veterano. Todavía puedo verlo, con sus cincuenta kilos, pálido y canoso, invadido por temblores y fumando aparentemente tres cigarrillos a la vez. “Esto es para ti”, me dijo, lanzando a mis manos el memorando que acababa de escribirle a mi jefe. Comenzaba así: “En mis 17 años en Doubleday —comenzaba—, nunca he visto un trabajo como el que el joven McCormack ha…”. Si hubiera tenido dinero, habría contratado un avión para dispersar miles de copias del memorando por todo Nueva York; la verdad es que, en medio de la emoción, no sé dónde dejé ese papel.
Después vino el autor. Enfermo de incertidumbre, le llevé las galeras a Farrell a su habitación en el hotel Beaux Arts (mi jefe decidió no mostrarle el manuscrito en su versión postoperatoria, así que la revisión se fue directamente a tipos). Farrell me pidió que se sentara y fue a su escritorio a revisar la novela; leyó exactamente seis páginas y volteó a verme. Ahora sí me toca, pensé, y me imaginé los titulares: “Renombrado autor vapulea a mocoso metiche”. En lugar de eso dijo, con su voz de hombre rudo de Chicago: “Eres bueno, muchacho”. No dijo ni una palabra sobre el libro, y tampoco leyó una página más. Pasó el resto de la tarde contándome sobre el escándalo de los Black Sox de Baltimore.
Era joven e inexperto, pero después de una hora de alejamiento orgulloso tuve una clara lección: exceptuando a Frank Riley, nadie sabría nunca lo que logré con mi esclavitud editorial. En este caso, ni siquiera el autor. (Y no crea que usted sí lo sabe, porque detrás de todo lo que digo está este hecho perturbador: en lo que a usted concierne yo también podría tener la sensibilidad de una bacinica, y puedo haber clavado un estilete de grafito en el corazón del libro de Farrell. Cualquier editor puede contar una historia de glorificación personal). Cuando se encuentran trabajando en esa otra parte de su labor, la edición del manuscrito, los editores siempre están en “el cuarto de atrás”, y estoy de acuerdo con Perkins en que es donde debemos estar. Debo también añadir que mis afanes no tomaron el caos y lo convirtieron en un gran libro; admito que nunca trabajé tanto en mi vida, pero todo lo que hice fue dejarlo publicable. Ésta también es una faceta de la cruz del editor.
Referencia bibliográfica
McCormack, Thomas (2010). La novela, el novelista y su editor (trad. de Juana Inés Dehesa). México: Fondo de Cultura Económica, pp. 80-81. (Obra original publicada en 1988. Esta traducción se hace de la segunda edición en inglés publicada en el año 2006).