El acto de escritura requiere de una mente despierta, capaz de crear relaciones nuevas y encontrar patrones, con la habilidad de tejer el conocimiento viejo con el nuevo, de armar nuevos mundos o entrar en sanas disquisiciones filosóficas. No importa si se escribe ficción o no ficción, si se elabora un ensayo científico o un manual, si se escribe la primera tesis académica o un trabajo para una asignatura, siempre se necesita de un estado cognitivo adecuado para sentarse frente a la página en blanco y transformarla en esa secuencia encadenada de palabras que otros llamarán texto.
Por eso, el descanso es una de las claves para aprovechar al máximo la jornada de escritura. Y cuando digo descanso, lo digo en todas sus formas: esparcimiento, ejercicio físico, cambio de actividad o de ambiente y, sobre todo, sueño. El sueño es uno de los principales instrumentos de quien decide dedicarse plenamente a la escritura.
Quienes tienen el privilegio de dedicar algún periodo de sus vidas enteramente a escribir (ya por vacaciones, licencias, becas, sabáticos, proyectos laborales o jubilación) son testigos de la gran cantidad de horas dedicadas a tareas no relacionadas con la escritura ni la investigación. El ideal sería tener esas jornadas de ocho horas reales de escritura. Si una sesión de dos horas puede dar a luz unas 1500 a 2000 palabras, ¿cuántos libros al año escribiría uno si escribiera ocho horas? En teoría, sí, claro, hasta 8000 palabras (o más, lo digo por experiencia). Pero en la práctica, esto no siempre se cumple.
El esfuerzo de escribir es lo suficientemente intenso como para producir un gran cansancio neurológico. La fatiga se observa en sueño, dolor de cabeza, vista cansada, apatía y desvitalización, entre otros síntomas físicos. Esos son los momentos en que una pausa controlada puede hacer milagros.
En lugar de aspirar a trabajar durante cuatro, seis u ocho horas continuas, es conveniente armar sesiones de 90 a 120 minutos y prever descansos intermedios. Siestas breves durante el día, a intervalos periódicos, pueden maximizar el tiempo productivo porque contribuye a alcanzar rápidamente un estado neurológico más saludable y apto para continuar escribiendo.
El movimiento físico también es esencial. Una buena rutina de escritura se complementa con actividades lejos de la silla y la computadora: salir a caminar, hacer yoga, estirar músculos y extremidades, descansar los ojos durante un rato… De lo contrario, el exceso de tiempo en la misma posición se traducirá en contracturas musculares, dolor en los hombros y cuello y hasta problemas en los ligamentos de los brazos y manos.
Al final del día, no importa cuántas horas continuas se trabajó, sino cuántas palabras fueron escritas, cuántos documentos leídos, cuántas notas tomadas, cuántos problemas narrativos resueltos. En mi experiencia personal, una hora de escritura tras un adecuado descanso rinde más frutos que cuatro horas combatiendo el agotamiento neurológico. La buena disciplina a veces incluye reconocer cuándo es necesario reposar.