Archivo mensual: abril 2010

Lenguaje inclusivo: no todo lo que termina en «a» es mujer

«…también quedó claro que los y las JEFATURAS, no pueden obligar al trabajador…» (sic). Comunicado informativo no oficial, enviado por correo electrónico, dirigido a todos los funcionarios de una universidad estatal costarricense y escrito por un hombre.

Lenguaje inclusivo es el nombre que se le da a la directriz institucional de emplear en la comunicación diaria formas lingüísticas que enuncien de manera explícita a los diferentes sectores sociales, en tanto sujetos y objetos de la acción gramatical. Su expresión más evidente es la visibilización de la mujer en la lengua; pero si se es políticamente correcto, el lenguaje inclusivo también abarca directrices para referirse a otros grupos por razones de edad, discapacidad, estrato social o cultura.

Aunque la intención detrás del lenguaje inclusivo es loable en sus ideales, colapsa en su diaria implementación. La sensatez es reemplazada por la paranoia. Autores convertidos en inquisidores de las palabras tratan de expurgar hasta el más ínfimo vestigio de una expresión «no inclusiva».

Sin reflexionar sobre las funciones de las palabras, su relación sintáctica, su naturaleza interna, se pueden llegar a ver casos graves como el citado al inicio de este artículo en donde este hablante en particular no se preocupa de hablar de «trabajador y trabajadora» pero sí se siente en la necesidad de aclarar que pueden existir «jefaturas» masculinas.

En vocablos como este podemos ver, con toda claridad, la independencia entre el género gramatical y las referencias a la sexualidad a la que puedan remitir sus contenidos semánticos.

La palabra «jefatura» tiene «género», ciertamente. Cada vez que la situamos en una oración, si además va acompañada de un artículo o de un demostrativo, deberemos elegir aquel que concuerde, en género y número, con la palabra. Es decir, no puedo decir «el jefatura» ni «unos jefatura». Debo realizar las modificaciones necesarias para lograr la concordancia (es decir, que ambos –artículo/demostrativo y sustantivo– tengan exactamente las mismas variaciones de género y número): la jefatura y unas jefaturas.

Los pormenores semánticos de «jefatura» ya son otra historia. Su significado no atañe a una realidad marcada por la condición biológica de la sexualidad. ¿Por qué? Sencillo: una «jefatura» no es un organismo vivo, sino una realidad abstracta y socialmente construida. Es decir, si bien hombres y mujeres por igual pueden ocupar una jefatura, la jefatura en sí misma es inmaterial: es un cargo, una posición; no un individuo pensante, hablante, actuante… Por lo tanto, no tiene sexo: no es hombre ni mujer. Quienes sí tienen sexo son las personas que pueden ocupar una jefatura, pero esos ya no son jefaturas sino jefes y jefas.

Oficialmente, el vocablo jefe es de género común, según dicta aún la RAE. En otras palabras, lo ortodoxo y académico sería decir «el jefe» y «la jefe». Pero en un vocablo como este, no debemos ver en el diccionario un conjunto normativo, sino uno descriptivo. El género común de la palabra es el vestigio arqueológico de una época lingüística en donde «la jefa» simplemente no existía o era la excepción, no era una realidad cotidiana y extendida a todos los estratos sociales.

Por eso, es en puntos de inflexión como este en donde el imaginario y el lenguaje inclusivo sí deben confluir y hacer su labor. La variante jefa ya está registrada en el diccionario académico desde 1837; en otras palabras, forma parte de la realidad expresiva desde hace casi dos siglos. La realidad social también se ha desbordado: ¿quién no ha tenido jefas? Y ya no hablamos de «al menos una en su vida», sino de muchas. Las jefas nos rodean y llegaron para quedarse.

Puesto que ya el DPD recoge esta discusión, es de esperar que en alguna edición futura (ojalá no muy lejana) se tome nota del cambio que ya se ha producido en el habla.

En cuanto a «los y las jefaturas», el recordatorio siempre es válido: no todo lo que termina en «a» es mujer.

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DropBox: la magia del respaldo en la nube

Hace algún tiempo escuché una historia que me dejó los pelos de punta. Unos ladrones entraron en la casa de una escritora española reconocida, de cuyo nombre no guardé memoria, y se llevaron dos computadoras portátiles. En una de ellas estaban los archivos originales de su próxima novela a punto de publicar. En la otra, el respaldo.

Después de esta anécdota nada feliz y de otras tantas experiencias personales, no queda más que sumarse a la paranoia del respaldo en la era digital. Hay muchas maneras de perder la información que creíamos salvaguardada: un disco duro que falla sin previo aviso, un virus maligno, un terremoto, una inundación, un incendio, un robo desafortunado, un bebé travieso… Por esta razón es necesario tener siempre un mínimo de tres respaldos, uno de ellos, si es posible, en un lugar que esté a salvo de las catástrofes físicas de nuestro entorno inmediato. Esto nos lleva a la pregunta: ¿cómo hacemos respaldos de manera eficaz, rápida y sin pérdida de tiempo?

Y si, además, tenemos la condición de laborar parte de nuestro tiempo diario en dos computadoras distintas, una en la casa y otra en el trabajo, por ejemplo, ¿cómo podemos tener una cierta información disponible en ambas locaciones? No duplicados de las carpetas que se van haciendo distintas unas de otras sino la misma información, simultáneamente actualizada en tiempo real.

Antes de Dropbox mi manera de sincronizar documentos entre mi computadora de la casa y la de la oficina, así como mis discos de respaldo, era llevándolos y trayéndolos en una memoria USB o comparando los archivos. Esto deja de ser práctico en poco tiempo: hay que recordar cuál es la última versión del documento y cuidarse de no borrarla accidentalmente. Comencé a valorar el uso de programas de sincronización de respaldo, pero aun así esto implica un paso extra en una función que debería realizarse minuto a minuto, sin alterar la rutina diaria.

Entonces apareció Dropbox y cambió mi opinión respecto a los instrumentos de sincronización de la Web 2.0.

Dropbox es una aplicación de escritorio, que instala una carpeta dentro del disco duro de la computadora. Así, una vez instalado, no es necesario hacer nada más que colocar los documentos de trabajo dentro de esa carpeta y editarlos ahí, si así lo preferimos. La aplicación se encarga de sincronizar automáticamente toda la información de la carpeta con un sitio en la Web, en donde realiza una copia exacta de los archivos que hayamos modificado, sin requerir un paso adicional para hacerlo. Este sitio puede accederse de dos maneras: desde una página web, si estamos en una computadora ajena, o desde la aplicación del Dropbox que podemos instalar en otra computadora de nuestro uso personal, aunque no sea de la misma plataforma que la anterior. Este programa funciona perfectamente en Linux, Macintosh y Windows. (¿No es acaso una maravilla?). Si tenemos el programa instalado en computadoras diferentes, estas se sincronizarán automáticamente con solo iniciar la computadora y tener conexión a internet.

Además de las carpetas para uso privado, podemos crear una carpeta pública, ya sea para cualquier usuario de la Web o únicamente visible con clave y por invitación. Los documentos situados en esa carpeta podrán ser accedidos por nuestros colaboradores desde cualquier computadora y plataforma, en cualquier momento.

El servicio tiene una capacidad gratuita de 2 GB que se puede ampliar hasta a 8 GB, mediante la recomendación a amigos y otros pasos indicados en el sitio web. El servicio de pago puede elegirse entre dos alternativas: 50 GB por $9 mensuales, o $100 GB por $19.99 mensuales.

Sin embargo, para muchos de nosotros, 8 GB es suficiente para tener un lugar seguro en donde guardar un tercer o cuarto respaldo (dos nunca es suficiente) de nuestros archivos más delicados y compartir nuestros archivos en proceso de elaboración.

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La imbatible tecnología del libro

Todo bibliófilo de corazón debería haber visto alguna vez de su vida un corto humorístico que puede localizarse en YouTube bajo el nombre traducido de “Sistema operativo” (para encontrarlo con subtítulos en español). Por nuestra cercanía al recién celebrado Día del Libro, vale la pena traerlo a este blog, para quienes no lo conozcan y para quienes tengan a bien verlo nuevamente:

Sistema operativo

http://www.youtube.com/v/7mB-rTqQcYg&hl=es_ES&fs=1&

Y lo complementamos con este otro video, realizado por leerestademoda.com, que destaca las ventajas de la tecnología del libro.

Book

http://www.youtube.com/v/iwPj0qgvfIs&hl=es_ES&fs=1&

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Historia de la palabra libro

[Tomado de Murillo Fernández, J. (2005). «Todos saben qué es un libro», o… ¿No?». Análisis arqueológico de los discursos del libro desde el (pre)texto de cinco informes finales de encuestas sobre «hábitos de lectura», Costa Rica, 1979-2004. Tesis, San José: Universidad de Costa Rica].

No existe una raíz indoeuropea directa que signifique ‘libro’ o algo semejante porque los pueblos indoeuropeos expresamente prohibían el uso de la escritura para la transmisión del conocimiento histórico y acumulativo del grupo, por razones tanto religiosas como pragmáticas. Este conocimiento era de carácter iniciático y se conservaba de manera oral mediante estrictas tradiciones y complejos sistemas de enseñanza (Eliade, 1984: 91).

Por lo tanto, el análisis puede comenzar, por coherencia cronológica, en Mesopotamia. El acadio tuppu origina el latín tabula ‘tabla, tablón’, ‘tablón de anuncios’, ‘lista, registro’, ‘tableta para escribir’, que produce el castellano tabla. En sumerio se tiene dub ‘tabla’ y dubsar ‘escritor de tabletas’. El tuppu mesopotámico era generalmente una pequeña plancha de arcilla, plana o ligeramente abombada, secada al sol u horneada, usualmente en forma rectangular, aunque se han encontrado algunas redondas y oblongas; además se fabricaban figuras tridimensionales con forma de conos, cilindros y prismas huecos de entre seis y diez caras (cada cara equivaldría a una página) (Escolar, 1986: 49-50).

El griego βίβλος (originalmente escrito βύβλος) se utiliza para designar el papiro egipcio, específicamente la ‘corteza de papiro u hoja o tira de ella’. Βυβλιά o βυβλία significaban ‘plantación de papiro’. El derivado βυβλίον designa ‘banda de papiro’, pero más usualmente, ‘papel, libro, documento, parte de una obra, etc.’. Ya desde la época griega se utiliza en palabras compuestas como βιβλιογράφος, βιβλιογραφία, βιβλιοφόρος y βιβλιοφύλαξ ‘archivista’, que, por lo tanto, pertenecen al mismo campo semántico.

La etimología de βύβλος es oscura, por lo que la hipótesis generalmente aceptada es que es única y exclusivamente el nombre de la ciudad Byblos –considerada por los fenicios1 como su más antigua y sagrada ciudad (Frazer, 1890/1951: 381)–, de la que Grecia importaba el papiro. Se descarta un préstamo semítico porque, en estas lenguas, las palabras para papiro (fenicio Gbl, acadio Gublu, hebreo Gǝbāl) difieren fonéticamente.

El significado primitivo de la palabra latina liber, -bri es ‘parte interior de la corteza de las plantas’ o, de forma más precisa “la capa fibrosa situada debajo de la corteza de los árboles” (Escarpit, 1965: 16). De ahí deriva la forma libro que ingresa al castellano alrededor del año 1140.

En inglés, un vocablo para este concepto ya aparece antes de 1121, y con su ortografía moderna book comienza a utilizarse desde 1375, probablemente derivada de boken, bocken ‘registrar’, utilizados todavía hacia 1200. Anteriormente se encontraban las formas boke, bok, derivadas del inglés antiguo bōc ‘tableta para escribir’, ‘documento escrito’, cognado de bōk (frisio antiguo y sajón antiguo), buoh (alto alemán antiguo), buoch ‘trabajo escrito, libro’ (alemán medio alto), Buch (alemán moderno), bōc (antiguo islandés), bok (sueco) y bōca ‘letra del alfabeto’ (gótico) y su plural bōcōs ‘libros’. También se relaciona con *bōks (protogermánico) y con bōk, bēce ‘haya’, lo que sustenta la suposición de que las inscripciones tempranas pueden haber sido hechas en tabletas de madera de haya. Según refiere Escarpit, esta familia de palabras tiene la misma raíz indoeuropea que el francés bois ‘bosque, madera’.
El ruso kniga, afirma este mismo autor, procede del chino king (por vía del turco o el mongol) que originalmente significaba ‘trama de la seda’.

Incluso en la cultura mesoamericana, desarrollada de forma independiente de la europea occidental, la base etimológica de la palabra que designaba los libros tiene el mismo vínculo semántico. En náhuatl se utiliza el vocablo amoxtli, compuesto por ámatl ‘papel’ (hecho de la cutícula fibrosa extraída del árbol amate) y ox-tli ‘lo que está aderezado e emplastado’. En consecuencia, amoxtli significa algo semejante a ‘aderezo o conjunto de papeles de amate’ (León-Portilla, 2003: 21).

1 Los fenicios también exportaron el alfabeto, tanto a los helenos, como a todos los grupos con que mantenían relaciones comerciales.

Lista de referencias y bibliografía consultada

Barnhart, R. K. (1999). Chambers Dictionary of Etymology. New York: Chambers.

Chantraine, P. (1990). Dictionaire étimologyque de la langue grecque. Histoire des mots (2 vols.). Paris: Éditions Klincksieck.

Corominas, J. (2005). Breve diccionario etimológico de la lengua castellana (3.a ed.). Gredos.

Eliade, M. (1984). A History of Religious Ideas. Volume 2: From Gautama Buddha to the Triumph of Christianity [Histoire des croyances et des idées religieuses. Vol. 2: De Gautama Bouddha au triomphe du christianisme]. Chicago: Chicago University Press. (Obra original publicada en 1978).

Escolar Sobrino, H. (1986). Historia del libro. Madrid: Ediciones Pirámide y Fundación Germán Sánchez Ruipérez.

Frazer, J. G. (1951). La rama dorada [The Golden Bough] (2.a ed.). Trad. Elizabeth y Tadeo I. Campuzano. México: Fondo de Cultura Económica. (Obra original publicada en 1890).

León-Portilla, M. (2003). Los antiguos libros del nuevo mundo. México: Aguilar.

Miguel, R. (2000). Nuevo diccionario latino-espanol etimológico. Madrid: Visor Libros. (Original work published 1897)

Pastor, B. y Roberts, E. (1996). Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española. Madrid: Alianza Editorial.

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El libro no es su tecnología: reflexiones en el día del libro

Hay quienes piensan en el libro y, casi de inmediato, piensan en Gutenberg. El libro precedió a Gutenberg y trasciende la objetivación en formato impreso. El libro ha tenido muchas formas y mutaciones. En Mesopotamia, se han encontrado conos hexagonales que narran historias de sentido completo, crónicas, tal vez, pero que, en todo, son libros: guardan unidad narrativa, están compuestos por palabras y pueden ser contados una y otra vez. En las culturas orales, hay libros también: se guardan en la memoria de bardos, cuentacuentos, tejedores de historias que conocen los secretos de la transmisión del patrimonio de saber de su gente, de sus ancestros. También están compuestos por palabras y forman unidades de sentido completo, pero solamente se objetivan en sustancia a través de la palabra sonora pronunciada y emitida bajo ciertas reglas rituales, en ciertas noches alrededor del fuego o al pie del árbol sagrado…

Y aun objetivados a través de la escritura, hemos tenido libros en arcilla, en piedra, en hojas de palma, en papiro, en pergamino, en bambú, en tela…

Los libros se forman de palabras que no siempre han estado impresas y no siempre lo estarán. Ya nos promete el siglo que apenas entra a su segunda década, un futuro en donde predominarán los libros objetivados con palabras formadas de luz y electrones, pero que seguirán siendo libros.

No obstante, en el estado presente de la historia, los buenos y rectangulares libros impresos en papel siguen siendo hermosos al tacto, dulces al olfato, atractivos a la vista y objetos de valor sentimental para quienes hemos optado por rodearnos de ellos, aprender de ellos, crecer con ellos, soñar con ellos… En el día del libro (o al menos al día siguiente), celebramos la existencia de este objeto tejido de palabras y tan sustancial a la cultura humana que, sin él, nuestra vida sería otra.

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