Archivo mensual: enero 2010

Usos ortotipográficos de las versalitas

Hace unos días hablamos en este blog sobre las versales y versalitas. Si para muchas personas las versalitas eran un concepto nuevo o desconocido, se abre ahora la pregunta: ¿para qué sirven?

Como ya habíamos adelantado en el artículo anterior, casi solo son conocidas por quienes pertenecen a la industria editorial. Sin embargo, decir esto es también decir lo contrario: si gran cantidad de editoriales han implementado las versalitas en sus ediciones, los lectores habrán topado con ellas en cientos de miles de páginas, tal vez sin haberlas reconocido, pero ahí están.

Para este artículo hemos consultado dos obras escritas por editores para editores (y de consulta indispensable para quienes se hayan en este campo): el Manual de estilo de la lengua española, de José Martínez de Sousa (en su tercera edición del 2007), también conocido como MELE 3, y El libro y sus orillas, de Roberto Zavala Ruiz (también en su tercera edición del 2008). El primero de estos manuales lo escribe un editor español; el otro, uno mexicano. No obstante, en lo que respecta a las versalitas, ambos coinciden en algunas de sus recomendaciones.

Zavala, más que proponer, describe once usos para las versalitas que, desde su experiencia, ha identificado como una tendencia en gran cantidad de editoriales. Algunos de estos son también recomendados por el MELE 3. La razón por la que no incluimos aquí ninguna fuente de la Real Academia Española (RAE) es porque esta todavía no se había pronunciado al respecto en sus obras anteriores (aunque tenemos la esperanza de ver normas ortotipográficas en la nueva gramática publicada el pasado diciembre y en la nueva ortografía por venir).

Se reseña a continuación una mezcla de las recomendaciones de Zavala y Martínez de Sousa. Para los lectores interesados en conocer la fuente, al lado de cada uso se señala bajo el siguiente código: MELE 3 o ELSO 3, es decir, El libro y sus orillas.

  1. Destacar partes de un texto, particularmente para valorarlo desde el punto de vista de la presentación estética. (MELE 3).
  2. Numeración romana de siglos y milenios. Esto cumple con el objetivo estético de «aligerar la plana» y hacer más equilibrada la irrupción de estos signos dentro del texto. (MELE 3, ELSO 3).
  3. Numeración de libros, cantos, odas y partes semejantes. En el texto, estas son palabras que deben escribirse con minúscula inicial; en consecuencia, la versalita ayuda a equilibrar el tamaño de ambos elementos tipográficos. (MELE 3).
  4. Firmas, epígrafes, lemas, versos, documentos en recuadro que ilustran un tema y textos semejantes. (ELSO 3).
  5. En algunas editoriales, firmas de prólogos, presentaciones, introducciones y demás, cuando no son del autor del libro; puesto que, en ese caso, se dejan las iniciales del autor, en versales. (ELSO 3).
  6. En leyes, decretos y textos semejantes, la palabra artículo se escribe en versalita, ya sea que aparezca completa o abreviada. En ocasiones la inicial se deja en mayúscula. (ELSO 3).
  7. En títulos de obras que se citan a sí mismas (algo muy frecuente en publicaciones periódicas). (ELSO 3).
  8. En obras de teatro, los nombres de los personajes. (ELSO 3).
  9. En diálogos, cuando el nombre sustituye al signo a la raya o guion largo. (ELSO 3).
  10. En cornisas o encabezados (header), titulillos y signaturas. (ELSO 3).
  11. En subtítulos. (ELSO 3).
  12. En siglas. Esta es una recomendación que cada vez más se aproxima a un uso normativo. La principal justificación para su uso es, como dice Martínez de Sousa, porque «de lo contrario, establecida su grafía con mayúsculas, resaltarían excesiva y antiestéticamente en el texto de la página sin necesidad ni justificación». (MELE 3, ELSO 3).
  13. En aquellos casos en que en el manuscrito se hayan empleado mayúsculas para ciertas palabras. Esta tendencia, sin embargo, va desapareciendo en favor de un uso especializado de la cursiva para este tipo de destacado. (ELSO 3).
  14. En algunas editoriales, los nombres y apellidos de los autores en las bibliografías y, más recientemente, en las notas. (ELSO 3).
  15. En diccionarios, glosarios y obras lexicográficas, en las remisiones a otro artículo. Esto lo menciona Martínez de Sousa en su Diccionario de lexicografía, pero no lo incluyó en su reseña del MELE 3. En los diccionarios, especialmente los que se especializan en un tema específico, encontramos a menudo lo que aquí hemos llamado remisión: un artículo que nos remite a leer otro artículo dentro de la misma obra. Así, por ejemplo, puede ser que en un diccionario de filosofía, en el artículo sobre ciencia, nos remitan también al de epistemología y al de técnica. Esas palabras, si así se ha elegido, se escriben con versalita para indicarles a los lectores que pueden buscar esos artículos dentro del mismo diccionario.

Hay algunos profesionales de la edición que se oponen vehementemente al uso de las versalitas. Personalmente, las encuentro elegantes y hermosas, afinan la expresión gráfica de los textos y contribuyen a obtener entramados tipográficos más equilibrados y bellos para la lectura. Ahí donde la versal se convierte en un parche, una interrupción del renglón, una mancha en la página, la versalita viene al rescate como un trazo fino y discreto que, sin embargo, introduce un signo de diferenciación para enviarle un mensaje al lector; un mensaje que, si se sabe decodificar correctamente, se convierte en un signo sutil al servicio de la comunicación.

Una nota para correctores: en el proceso de revisión de originales y pruebas, la versalita se indica con doble subrayado. Martínez de Sousa ofrece un signo alternativo que bien puede utilizarse cuando hacemos un trabajo para un desconocedor de los signos de corrección: se encierra la palabra en un círculo, se le pone una flecha y se escribe la abreviatura «vers.».

P. D.: ¿Por qué en este blog no usamos versalitas? La respuesta es tonta, pero sencilla: ignorancia tecnológica; todavía no sé cómo ponerlas en blogger…

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El iPad: un e-reader de ensueño

El pasado miércoles 27 de enero, Apple presentó al mundo su nuevo iPad. Para la gran mayoría de las personas, fue una sorpresa que se filtró en las noticias de las grandes cadenas. Para la comunidad de seguidores de Apple y las nuevas tecnologías, fue el final de una espera de varios años, llena de especulaciones, pequeñas pistas, información filtrada y, sobre todo, muchos deseos de ver la nueva y ultrasecreta creación de Apple.

Muchos han calificado el nuevo iPad de «iPhone gigante» o «iPhone con esteroides», no sin algo de razón, porque sigue los mismos principios y diseño de su primo mayor (en edad). Hay quejas debido a la ausencia de una cámara integrada de video, el soporte para animaciones flash, a la carencia de capacidad multitasking o correr varios programas al mismo tiempo y, en mi caso, el tamaño de la memoria integrada (por mi experiencia con mi lector mp3, 16 a 32 gigas apenas alcanzan para lo indispensable). Hasta ahí los inconvenientes; porque en el resto de su propuesta, este producto es broche de oro para cerrar esta primera década del siglo XXI.

El iPad es el primer e-reader (lector de libros electrónicos) que cumple con todos los requisitos que, en mi opinión, tendrían el potencial para hacer un cambio masivo hacia la lectura de libros en dispositivos electrónicos, de la misma manera que el iPod cambió la manera de escuchar música, años atrás.

En un artículo sobre el tema de los libros electrónicos, que escribí un par de años atrás, luego de hacer una extensa revisión de todos los dispositivos disponibles en ese momento (Sony Reader, Kindle, iLiad, etc.), llegaba a la conclusión de que ninguno de ellos tenía la capacidad de revolucionar la experiencia de lectura con la suficiente potencia para rediseñar el mercado editorial. ¿Por qué me atrevía a hacer esta afirmación? Mi lógica es sencilla: la experiencia de lectura es la clave. Mientras leer un libro de papel sea, en todos los sentidos, una experiencia más cómoda, práctica, divertida y barata que leerlo en formato electrónico, no habrá manera de reemplazar el códice de papel como tecnología por excelencia del libro.

Los e-reader que nos ha proporcionado la industria hasta el momento, aun cuando han logrado encantar a sus privilegiados compradores, tenían problemas desde el punto de vista de la experiencia de lectura. Quizá los más evidentes eran el color y la salida visual: todo en blanco y negro, con un diseño que podía ir de lo paupérrimo a lo medianamente agradable, con opciones limitadas para la selección de tipografías y cambio de tamaño, con pocas o ninguna fotografía…, en fin, una serie de detalles que hacían abismal la diferencia entre un e-reader y un libro.

En relación con la tecnología en sí, había todavía detalles sin resolver: la babel de formatos, la incapacidad para mostrar archivos PDF en tamaño completo (dada la gran cantidad de libros en PDF que circulan en tamaños carta y A4), la navegación e interfaz del propio aparato (desde botones, como el Kindle, hasta pantallas parcialmente táctiles que solo respondían a un «lapicero» especial). Cualquier operación de lectura requería de varios pasos para acciones que en el libro de papel son automáticas, como darle la vuelta al libro (para ver una fotografía horizontal, por ejemplo) o, lo principal en la lectura de libros, pasar la página.

Otro inconveniente, a mi parecer, de los e-reader de esa primera generación (como podríamos llamarlos ahora) es el costo versus las capacidades del aparato. El precio mínimo que debe pagar el consumidor por un lector de estos es de $300 y puede alcanzar los $700, para un aparato con almacenamiento limitado, procesadores matemáticos lentos y, sobre todo, su única funcionalidad: leer libros. Un e-reader no puede hacer nada más que eso. Esto obliga al lector a llevar en su mochila un kit que, al final de cuentas, sale caro, es incómodo y hasta pesado para su espalda: una agenda electrónica (como el Palm), un lector mp3, una notebook y un e-reader. El iPad tiene el potencial para reemplazar a los cuatro; esta sustitución será inminente cuando, en algunos años, la memoria interna y la conectividad de puertos sea mejorada y llevada un paso más lejos.

Así, el iPad finalmente hace aquello que lectores empedernidos y usuarios de nuevas tecnologías, como yo, hemos soñado en un e-reader: un producto capaz de resolver todas nuestras necesidades de uso cuando estamos fuera de casa y lejos de nuestra computadora principal, y, al mismo tiempo, proporcionar una experiencia de lectura que sí pueda competir con la deliciosa sensación de leer un libro.

Así, el iPad, además de tener la interfaz de lectura de libros electrónicos más rica, elegante y estéticamente bien resuelta que se ha sacado al mercado hasta ahora, permite navegar en internet, escuchar música, ver películas, administrar agendas, correr cualquier aplicación de las varias decenas de miles ya disponibles en la tienda de Apple y, una de mis favoritas, tomar notas y escribir documentos de texto con un teclado virtual casi de tamaño real. ¿No es un sueño hecho realidad? Y si esto fuera poco, el iPad me permite entretenerme de muchas maneras: cientos de miles de juegos; aplicaciones para dibujar, literalmente, con los dedos y cualquier otra funcionalidad que algún programador haya querido añadirle al aparato por la vía de la creatividad informática.

En resumen, este es el nuevo gadget de mi lista de deseos y, por primera vez en este siglo, el primero con la capacidad de transformar la experiencia cotidiana de lectura y, con ella, la industria editorial completa.

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Versales y versalitas

El nombre mayúscula es fácilmente reconocible por cualquier persona alfabetizada. Nos lo enseñan en la escuela, cuando aprendemos a escribir trazos en minúsculas y mayúsculas. Y esa es la última formación académica que tenemos al respecto de las variantes gráficas de nuestro alfabeto. No más nomenclaturas, hasta que entramos al mundo editorial (o al procesador de texto) y encontramos versales y versalitas.

Y aún cuando ya el nombre versalita ha comenzado a difundirse (correctamente utilizado en OpenOffice; incorrectamente, en Word), hay quienes no saben la definición de alguna y la diferencia entre ambas.

La versal es otro nombre para nuestra consabida mayúscula. Su nombre, aclara José Martínez de Sousa en si Diccionario de bibliología y ciencias afines, «deriva de la mayúscula con que antiguamente se iniciaba cada uno de los versos de una poesía, aunque ortográficamente no le correspondiera».

La versalita es una letra con el trazo de la mayúscula pero cuya altura es equivalente a la de una letra minúscula; o dicho de manera sencilla, es una «mayúscula pequeñita». Si bien esta es su definición más precisa, los tipógrafos deben diseñarlas con base en su efecto óptico; por lo tanto, su tamaño no será nunca milimétricamente idéntico al de una versal.

Programas de diseño de libros, como Adobe InDesign y Scribus (de código abierto y gratuito), incluso permiten modificar el porcentaje de reducción de la versal para producir el efecto de versalita. Los procesadores de texto, como Microsoft Word y OpenOffice no tienen esta función. José Martínez de Sousa aclara, en su Manual de la Lengua Española, tercera edición, que la versalita obtenida por medio de la reducción porcentual de la letra versal es conocida bajo la denominación de seudoversalita o versalita falsa, «ya que la versalita verdadera es de trazo independiente y mantiene el grosor de sus astas sensiblemente igual que el de la mayúscula correspondiente» (2007: 206).

Cuando la versalita tiene, métricamente, la misma altura que la minúscula, se produce un efecto óptico de «encogimiento», como si fuese más pequeña. Es lo que ocurre con la versalita (o seudoversalita) del OpenOffice. Las funciones del InDesign y el Scribus ayudan a compensar este problema.

Un auténtico diseñador de tipografías va más lejos: diseña los trazos de la minúscula para equilibrar las distancias y angulaciones de las letras de manera tal que se garantice la legibilidad del trazo versal en su altura de versalita.

Una vez resuelto el concepto, queda otra pregunta: ¿cómo se aplican las versalitas en el procesador de texto? Este es un detalle del que nadie habla, se da por un hecho que el usuario podrá descubrirlo por sí mismo, una vez que ha identificado la casilla de «versalita» y la ha activado: la palabra debe estar escrita en minúscula para que la función de versalita surta efecto. Por lo tanto, si se quiere escribir «siglo XX» y poner el «XX» en versalita, es indispensable escribir dos «xx» minúsculas y, después, activar la función tipográfica de «versalita». Así será visible la «mayúscula pequeñita» dentro de nuestro texto.

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Viudas y huérfanas

Las viudas y huérfanas son fenómenos tipográficos que se encuentran en un punto en medio de la tipografía (el texto) y su presentación (el diseño gráfico). Pertenecen al lenguaje especializado de los profesionales del libro y, entre estos, aquellos que específicamente trabajan en la industria editorial. El trabajo de editores, correctores e incluso diseñadores es perseguir las líneas viudas y huérfanas dondequiera que aparezcan en las versiones diagramadas o maquetadas, casi listas para su viaje a la imprenta.

El público general las ha llegado a conocer como una casilla que se activa en alguna pestaña de los procesadores de texto y, sin embargo, desconocen su significado o, peor aún, continuamente los confunden: ¿cuál era la viuda y cuál la huérfana?

La respuesta es bastante sencilla: la viuda es la última línea de un párrafo que se ha fugado hasta la siguiente página o columna. La huérfana, en cambio, es la primera línea de un párrafo que se ha quedado rezagada en la página o columna anterior. Recordar cuál es cuál será, siempre, un ejercicio de memoria.

Jorge de Buen añade, en su Manual de diseño editorial: “Línea viuda es el renglón corto que queda al principio de una columna, pues se dice que ‘tiene pasado, pero no tiene futuro’; huérfana es la primera línea de un párrafo que queda al final de la columna, pues se dice que ‘tiene futuro, pero no tiene pasado’” (2000: 190).

Hay quienes aplican el concepto a la escala de la palabra: una viuda sería la última sílaba de una palabra que ha quedado sola y abandonada en el renglón siguiente; mientras la huérfana es la primera sílaba de una palabra que se ha quedado perdida al final de un renglón cuando el resto de la palabra ha bajado al renglón siguiente.

Cualquiera de las dos, viudas o huérfanas, quedan aisladas, afean la página, desequilibran la composición y son una mancha en la lectura. Una hermosa página que comienza con una viuda –y para colmo de males, corta– es una página que pierde toda su belleza: comienza con una idea inconclusa, proveniente no sabemos de dónde. Salta a la vista y, si somos un lector que tan solo está hojeando para encontrar una página que nos enganche, esta nos obliga a desviar la mirada y, distraídos con tratar de averiguar de dónde proviene esa palabra o pequeña frase suelta, sin apoyo, en el aire, perdemos el interés por dejarnos enganchar por la página que nos había interesado en primer lugar.

Una línea huérfana, por igual, es un mal cierre en una página que podría haber estado completa y un inicio lejano, en otro lugar, en una página que debió haber iniciado completa… Estéticamente, una vez que nos hemos acostumbrado a identificarlas, son manchas y desequilibros. Desde el punto de vista de la lectura, son interrupciones y zancadillas. De cualquiera de las dos maneras, son errores que merecen arreglarse.

Una advertencia, si usted es un usuario de un procesador de textos o de un programa de maquetación y activa esta función automática, nunca tendrá páginas con idéntico tamaño de caja tipográfica. Con el fin de evitar las viudas y las huérfanas, el programa ajustará los párrafos de manera que un renglón nunca quede abandonado al final (huérfana) o inicio (viuda) de una página.

¿Cómo –se preguntan, muchos– se arreglan estos problemas para lograr esas ediciones bien cuidadas, impecables, que no destacan por interrumpir nuestra mirada sino por hacerla discurrir en un río equilibrado y perfectamente simétrico entre la caja tipográfica de la página izquierda y la derecha?

El truco está en el detalle y la precisión, algo para lo que los procesadores de texto no han sido programados: la manipulación de los espacios mínimos, de las distancias entre letra y letra, entre palabra y palabra. Este es un trabajo minucioso, obsesivo, de paciencia y gusto por la perfección. No siempre se hace, desde luego; solo las editoriales que conocen la diferencia entre la calidad y el comercio, y pueden dedicar el tiempo para las múltiples revisiones necesarias para esta depuración gráfica de la minucia. No hacerlo demuestra ignorancia, irresponsabilidad o premura. Hacerlo proyecta profesionalismo y compromiso con el lector, no con la facturación.

Referencias bibliográficas

De Buen, Jorge. (2000). Manual de diseño editorial. México: Santillana.
Martin, Douglas. (1989). Book Design: A Practical Introduction. New York: Van Nostrand Reinhold.
Martínez de Sousa, José. (1993). Diccionario de bibliología y ciencias afines. Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez.
Martínez de Sousa, José. (1994). Manual de edición y autoedición. Madrid: Pirámide.

(Nota: este artículo fue actualizado el 3 de febrero de 2010, para añadir las referencias bibliográficas y la definición de Jorge de Buen).

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Software para la escritura técnica en Windows

Una querida amiga, lectora de este blog, me ha hecho una pregunta muy válida: «Y quienes usamos Windows, ¿qué hacemos?».

La principal razón por la que todos los programas revisados en este blog han sido, hasta ahora, aplicaciones de la plataforma Macintosh no es casual. Estos artículos son el resultado de muchos meses de investigación, de prueba de programas, de búsqueda de aquellos que cumplen, simultáneamente, varias condiciones: eficacia, versatilidad, multifuncionalidad, interacción con otros programas, sencillez de uso (la posibilidad de aprender a utilizarlos con una curva de aprendizaje mínima, casi intuitiva), interfaz eficiente pero elegante…

La búsqueda de las herramientas informáticas del escritor, de hecho, comenzó meses atrás desde una computadora PC con sistema operativo Windows, justamente con una de las aplicaciones que existen para esa plataforma. Prosiguió en la misma computadora PC (tras su colapso a manos de los virus) pero con sistema operativo Linux (específicamente, Ubuntu). Después de utilizar y comparar ambos sistemas operativos y las aplicaciones disponibles (de pago y libres), y finalmente prosiguió en una Mac.

Ahora bien, la diferencia entre Windows y Macintosh es de cantidad y de calidad. La cantidad está a favor de Windows. En los siguientes vínculos se puede encontrar, en suma, más o menos una treintena de programas distintos especializados en la escritura creativa (algunos más orientados hacia la novela, otros hacia el guion; ninguno hacia la escritura técnica):

http://www.literatureandlatte.com/links.html
http://www.escritores.org/index.php/recursos-para-escritores/software-para-escritores
http://www.writers-publish.com/book-writing-software.html

Personalmente he visitado las páginas web de buena parte de ellos e instalado y probado cerca de la mitad.

El dictamen final: la calidad, está a favor de Mac. Todavía ni uno solo de los programas existentes para Windows me ha parecido equivalente a Scrivener, el aquí recomendado; incluso Ulysses y el Storyist, ambos de Mac, son superiores y excelentes alternativas. Desde luego, esta es una decisión que cada escritor o usuario debe tomar por sí mismo, y requiere de mucha paciencia y de probar, una a una todas las herramientas.

En cuanto a las herramientas para la administración de bibliografías en Windows, hay un programa en particular que se acerca a Sente, que ya revisamos en artículos anteriores. Su nombre es Endnote y existe tanto para Mac como para Windows. Algo más sobre el programa puede leerse también en esta dirección: http://librosytutoriales.blogspot.com/2009/04/manejo-de-referencias-bibliograficas.html.

El Endnote mucho más difícil de usar, sobre todo al principio, y desde luego tiene un manejo muy distinto desde la interfaz y la lógica de uso. Sin embargo, al igual que Sente, se integra plenamente con el Microsoft Word, genera bibliografías automáticamente y administra los artículos en formato PDF. Esto, desde luego, partiendo de la premisa de que no tendremos otra opción que escribir un libro o artículo en Word, a pesar de sus deficiencias para la escritura técnica y creativa de obras complejas.

¿Cuánto se asemeja, alcanza o supera al Sente? Todavía no lo sé, porque apenas lo tengo a prueba; lo que sí he visto son los testimonios de otros usuarios cuya preferencia se ha inclinado, al final, por el Sente, aun después de haber utilizado Endnote.

Ahora bien, el Sente es un programa relativamente costoso para la media de aplicaciones personales ($129.25 para usuarios normales; $89.95 con descuento académico y otros descuentos por volumen); pero el Endnote lo supera con creces: $249.95, el precio pleno, para descarga; si se quiere ordenar con su caja y discos cuesta $299. Ofrecen descuentos por volumen, pero hay que solicitar la información directamente; no aparece en su página web.

La decisión final, desde luego, es del usuario. Si un escritor académico está determinado a seguir utilizando su computadora PC, con Windows y Word, su mejor alternativa es Endnote. En cambio, si ha tomado la decisión de hacer un cambio radical en su entorno digital, aumentar su productividad y sacar provecho de las aplicaciones Mac, lamentablemente la respuesta a la pregunta de «¿qué hacen los usuarios de Windows?» es muy sencilla: cómprese una Mac (o, cuando menos, instale un emulador virtual del sistema operativo Macintosh), y únase a quienes han descubierto que Mac no es solamente una plataforma para diseñadores gráficos sino también para creadores de la palabra. (Esta impresionante cantidad de apasionados testimonios de uso de Scrivener es una prueba: http://www.literatureandlatte.com/testimonials.html).

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