Archivo mensual: noviembre 2009

¿Cómo se enseña a escribir?

Durante muchos siglos se comprendió la escritura como un arte inspirada por las divinidades. Las invocaciones a las Musas que precedían cualquier poema anterior al siglo XVII eran más literales de lo que puede aceptar nuestra mente positivista. El siglo XVIII y el romanticismo nos trajeron como legado al autor como demiurgo y dueño de su obra. Para poder crear al autor también era necesario pasar a un nuevo paradigma: de la inspiración al genio. Los autores no se formaban ni eran el resultado de su entorno, sino figuras sobresalientes cuya capacidad innata los elevaba sobre el común de los mortales. Hasta entonces, lo más cercano a la formación de autores eran los círculos literarios informales, entre amigos y colegas, y centrados en la escritura literaria.

Fue hasta el siglo XX que la formación de escritores se abrió camino hasta las aulas universitarias en países como Estados Unidos, Canadá y, más recientemente, México. El periodismo es una forma de escritura técnica, pero no es la única.

La aparición de la escritura técnica hacia finales del siglo XIX, como resultado de la explosión comercial y la necesidad de promover y estimular el consumo, trajo consigo una gran pregunta: ¿cómo se enseña a escribir?

Reporta Karen A. Schriver (1997: 56 y ss.) que todavía, hasta la fecha, conviven tres diferentes aproximaciones de la enseñanza de la escritura: a) la tradición artesanal, b) la tradición romántica y c) la tradición retórica. De esta forma clasifica Schriver las maneras de enseñanza de las escrituras creativa y técnica en su medio, los Estados Unidos.

La tradición artesanal (craft tradition) se centra en la enseñanza de reglas de la lengua, en la corrección gramatical y en la perfecta ortografía. Se enseñan los géneros de la escritura, los estilos, las modalidades de escritura (argumentativa, descriptiva) y una serie de técnicas expositivas (comparación, contraste, resumen).

La tradición romántica (romantic tradition) considera que es imposible enseñar y transmitir la buena escritura; especialmente la de carácter creativo o artístico. La enseñanza de la escritura consiste, para esta escuela, en proporcionar el entorno adecuado para que el aspirante a escritor pueda expresar libremente su creatividad. La escritura es considerada un viaje de autodescubrimiento y muchos de los ejercicios están orientados a llevar diarios y explorar temas muy personales. Los docentes guían ejercicios de comentario de lo escrito y dan consejos sobre aspectos como el lenguaje, la profundidad, el punto de vista o el uso de imágenes y metáforas.

La tradición retórica (rhetorical tradition) recupera el concepto griego de la retórica como arte de la persuasión (Aristóteles, Cicerón, Quintiliano). Aquí, la gramática y el genio quedan en segundo plano. En cambio, se parte de un cuerpo teórico para reflexionar sobre las relaciones entre el comunicador, la audiencia, las palabras, las imágenes y el contexto.

Esta sencilla clasificación contribuye a hacer nuevas preguntas: ¿Cómo queremos formar autores? ¿A cuál tipo de tradición deberíamos darle énfasis? ¿Cuál(es) de estas tres nos puede(n) dar el tipo de autores que necesitamos?

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¿Por qué no tenemos escuelas de escritores?

En los países con un alto nivel de alfabetización, las personas «aprenden a escribir» desde la infancia, ¿no es así? ¿Aprenden a escribir realmente?

Sabemos con certeza que se les enseña el código alfabético y su adecuado uso para la comunicación escrita. Y, sin embargo, hemos visto un incremento espeluznante en la cantidad de estudiantes que llegan por primera vez a las aulas universitarias y que ya no alcanzan las competencias mínimas para comunicar sus ideas por escrito; ya no digamos con claridad y precisión, sino, en muchas ocasiones, ni siquiera con una ortografía medianamente aceptable.

Se ha creído, erróneamente, que leer mucho produce, de manera automática, escritores de calidad y con buena ortografía. Esta es una idea generalizada, sin ningún sustento real. De hecho, una vez conocí a un lector ávido que se confesaba deficiente en ortografía.

Un lector que aprende a escribir de sus lecturas no lo hace de manera espontánea. Media su esfuerzo consciente por leer con atención, por practicar el vocabulario novedoso y los giros lingüísticos exóticos y, en fin, por expresarse con la misma fluidez y calidad de los escritos que tanto lo apasionan.

De ahí que podamos hacer esta otra afirmación: no podemos dejar la escritura «a la venia de Dios», «a la inspiración del momento» o a que sea aprendida «por arte de magia». Como cualquier otro oficio, debe aprenderse y desarrollarse sistemáticamente. Tenemos facultades de Bellas Artes, enseñamos Arquitectura, tenemos licenciaturas en Danza. ¿Acaso no pesan sobre estas disciplinas las mismas dudas que sobre la escritura? Que si puede o no enseñarse; que si es un arte, una ciencia o un oficio; que si el talento se puede o no formar o, cuando menos, encauzar… La escritura, ya sea creativa o técnica, no difiere en nada, en lo sustancial, de cualquier otra de las artes. ¿Por qué no tenemos una escuela de Escritura? Ese, sin duda, es uno de nuestros retos más inmediatos.

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¿Por qué formar autores académicos?

La escritura académica, como ya hemos visto en artículos anteriores, es una forma de escritura técnica. Surge una pregunta básica: ¿cómo se forman los escritores académicos? ¿Por inspiración? ¿Por genio? ¿Por imitación? Hasta el momento, en Costa Rica no existen esfuerzos sistemáticos para formar escritores académicos, fuera de algún curso aislado de redacción, fuera de ningún programa de formación. Los académicos deben aprender a escribir de la manera más difícil: enfrentándose a la escritura, usualmente de su tesis o sus artículos, con muy poca o ninguna guía en lo concerniente a la manera de escribir como tal.

Cuando estos académicos, especialistas, tratan de llegar al mundo editorial –o son convocados por este, para que pongan por escrito su saber– la única escritura que manejan, si la manejan, es el discurso estrictamente científico y técnico. Muchos carecen de la instrumentación para transformar el saber en bruto en una obra que comunique, transmita y eduque.

No puede existir una cultura editorial saludable sin su materia prima: una escritura saludable. Los escritores, elevados a la categoría de autores mediante su ingreso en el mercado editorial, son actores clave de todo entorno editorial que se respete.

En vista de esta circunstancia, las editoriales académicas, si quieren mirar hacia el futuro, tendrán que invertir en el presente. Es urgente formar escritores (autores potenciales) y contribuir a crear las condiciones para que quienes conocen, saben, investigan y enseñan adquieran las herramientas requeridas para hacer el salto cualitativo hacia la adecuada comunicación y enseñanza de su saber.

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"Al César lo que es del César…"

Las empresas editoriales se sitúan en un mundo fronterizo: entre la empresa, con todos sus requisitos comerciales, monetarios y materiales, y la cultura, con toda nuestra visión de ser ese algo intangible, sagrado, elevado que está, de alguna manera, exento de las necesidades económicas del mundo material.

El imaginario occidental está atravesado por la (ir)reconciliable separación entre cuerpo (carne, pecado) y alma (manifestación divina, pureza) que proviene de aquellas antiguas traducciones al latín de las palabras del autodenominado apóstol Pablo. Bien entendidas o mal entendidas sus palabras originales, los padres de la Iglesia que vinieron después le dieron forma al conflicto dialéctico interno —a nosotros heredado— que se deriva de entender el mundo como una lucha dualista entre el bien y el mal, entre el espíritu y la carne, entre lo inmaterial y lo material.

Y ahí, en el centro de ese dualismo, el libro emerge como la síntesis de ambas: material en su forma externa, es también intangible en su dinámica interna. Así, denominamos «libro» a la inmaterial «obra», la que solo existe y puede existir en la mente del autor y del lector, en los actos de representación de los actores, en el performance de su re-creación por un sujeto humano; y, con la misma palabra, denominamos a cualquiera de sus copias físicas, tangibles, manufacturadas, hechas de papel (o de cualquier sustrato palpable, aun el electrónico), con caracteres impresos y visibles.

El libro-obra en sí mismo no es, en realidad, vendible, transferible, ni siquiera reproducible; es único para cada sujeto en el momento en que lo vive, experimenta, lleva a la vida.

El libro-objeto, en cambio, sí lo es. Ahí aparece el dilema: ¿vender o no vender libros? ¿Lucrar o no lucrar con los libros? ¿Obtener o no obtener beneficios materiales del intercambio material de los libros?

Si las divisiones maniqueas pos paulistas no hubiesen prevalecido a las de su maestro, Cristo, quizás no tendríamos tanto conflicto. Digamos ahora, con toda propiedad: «Al César lo que es del César…». Mientras sigamos viviendo en una sociedad basada en el intercambio monetario y en una dimensión física, realista tangible; mientras sigamos teniendo cuerpos físicos que se mueven en un mundo físico y no metafísico, no tenemos más remedio que jugar con las leyes de la realidad: hacer libros cuesta mucho y cuesta dinero. Para que la empresa editorial pueda sobrevivir en el mercado, y para que el libro intangible pueda seguir vivo, no queda más que lidiar con las reglas del César.

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Libro: ¿objeto de cultura o bien de mercado?

La empresa editorial es, querámoslo o no, una empresa. Media la manufacturación de un producto final tangible, intercambiable, valuable, vendible. Está, por lo tanto, sujeta a la economía y el costo financiero, a la variabilidad del mercado, a las leyes de la oferta y la demanda, a la realidad del «vil metal» sin cuya base no podría costearse la creación de libro alguno. Aceptar esta realidad para un bien que apreciamos tanto por su valor intangible (el texto, la palabra, la obra, todo lo que está más allá de la materialidad de la letra impresa) sigue siendo, en la actualidad, una ambigüedad que atormenta a quienes iniciamos nuestros pasos en el mundo editorial.

Más todavía cuando comenzamos a enumerar las características de ese algo intangible más allá del signo escrito material: que si es un objeto de cultura; que si es un instrumento de la educación y, con ello, de la luz, el conocimiento, la sabiduría. En nuestras culturas hijas de las religiones «del Libro», uno de los arquetipos de referencia obligatoria es, sin duda, la obra sagrada, el volumen en cuyas páginas abiertas se manifiesta la palabra divina, la intocable, la inalienable, la que se respeta al punto de no poder ser objeto del sacrilegio de nuestras anotaciones y subrayados.

Así, como lectores hemos crecido en el mundo del libro sagrado y del libro como el más elevado y prestigioso instrumento de la transmisión del conocimiento. ¿Cómo conciliar esta naturaleza con la realidad de la industria de la producción de libros? ¿Cómo pensar en libros contables, estrategias de mercadeo, regateos de derechos de autor, contabilización de ediciones frente a notario público, recuperación de la inversión… en fin, en rentabilidad? Primero, debemos exorcizar nuestros propios demonios internos. Antes de hacerlo, no podremos llevar ninguna empresa editorial a buen término.

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